"Rocky Graziano... ¿Has oído hablar de él?... Un gran boxeador. Crecimos juntos en el Lower East Side de Nueva York. Y, ya de críos, éramos unos ladrones muy sofisticados. Sólo robábamos cosas que empezaran por la letra u, como una bici, un coche, un abrigo de pieles... Así fue como acabamos juntos en el reformatorio. Es cierto. También inventamos el rock and roll. Primero te rockeábamos en la cabeza y luego te rolleábamos". El público pagaba lo que fuera por ver boxear a Giacobbe LaMotta, lo que fuera. La reventa hacía con él su agosto. Porque aquel tío enjuto, rocoso, de movimientos boxísticos poco estéticos y menos razonables pero con un físico envidiable, una pared de hormigón del Bronx de un metro y setenta y pocos centímetros, estaría probablemente en las antípodas de lo que cualquiera de nosotros consideraría como una persona normal. Y la gente paga para ver aquello que no es.
Hay una máxima en el boxeo: pegar y que no te peguen. Pero cuando te encuentras con alguien que no tiene miedo a recibir y que, lejos de retroceder, cuanto más encaja más avanza, te invade una sensación que es mala en cualquier deporte profesional pero que en el boxeo resulta letal: el miedo. Jake LaMotta, al estilo de su compañero de aventuras Rocky Graziano, inoculaba el miedo en sus rivales. Aunque no despreciaba en absoluto esa posibilidad, su objetivo final no consistía en noquear cuanto antes al púgil que tuviera enfrente, no; él sabía que su poder residía en quedarse allí encerrado "a solas" con Sugar Ray Robinson, con Jimmy Reeves, con Marcel Cerdan... Escriba usted en Google la palabra "encajar" y saldrá la fotografía de LaMotta.
Efectivamente, Jake LaMotta tenía las trazas de un toro salvaje y excitado. No era, para que todos nos entendamos, un Mike Tyson de los pesos medios, qué va. Sus golpes carecían de la necesaria potencia que se le supone a un campeón mundial como él. Creo que una buena forma de definir su boxeo sería decir que "talaba" a sus rivales, iba minándoles asalto tras asalto, robándoles el aire y el espacio, acordonando la zona, avanzando más cuantos más golpes recibía, "rockeándoles" primero en la cabeza y "rolleándoles después". Era, si se me permite la expresión, un boxeo en cierto modo tabernario pero tremendamente efectivo. LaMotta, que acaba de cumplir 90 años, salió del cine en el que estrenaron Toro Salvaje y, un poco depre, le preguntó a su ex mujer Vicky si aquel De Niro psicópata que acababa de ver en la pantalla se parecía en algo a él: "No, no, qué va... ¡Tú eras bastante peor!"...