Si para algo ha servido el kafkiano episodio de "la panza que avanza" del miércoles pasado, insignificante en sí mismo pero clarificador de otras muchas cosas, es para que incluso los seguidores más acérrimos de Rabindranath Tagore, los menos críticos y más pasionales, aquellos que lo fían todo al aeromodelismo, empiecen ya a reconocer algo que constituía un auténtico secreto a voces: quien manda en el Barcelona, por encima de su entrenador, no es otro que Leo Messi. ¿Sorprendente?... Pues en realidad tampoco lo es; el equipo azulgrana puede permitirse el lujo de prescindir de cualquiera, empezando por el técnico, menos del argentino, del mismo modo que supongo que al Real Madrid o al Milan les resultaría bastante menos traumático hacerlo de José Villalonga o Arrigo Sacchi que de Alfredo di Stéfano o Marco Van Basten: el fútbol es de los futbolistas.
Pero mi batalla es otra. De los lectores habituales de este blog es bien conocido que mi lucha es contra el cinismo, la hipocresía, la doble vara de medir, la prostitución intelectual en definitiva. Si de Mourinho se dijo en su día que los españoles se le habían sublevado por un quítame allá ese Arbeloa, y que el portugués, conocido mundialmente por ser un hombre apocado y de carácter más bien débil, había plegado velas, no quiero ni pensar qué se estaría diciendo ahora del "lobby portugués" si Cristiano hubiera osado puentear públicamente a su entrenador del mismo modo que hizo Messi con Guardiola. Ese, y no otro, es el auténtico problema; eso, y no lo de que uno de los mejores jugadores de fútbol del mundo mande en su equipo, es lo que me rebela. Ya saben: el triunfo del discurso.
Naturalmente que en el vestuario del Barcelona manda Messi. Por supuesto que Guardiola, que fue cocinero antes que fraile, le otorgó al argentino esos galones desde el primer día que llegó. Claro que, por mucho que lo niegue él hoy mismo en una entrevista, Eto'o, Ibrahimovic, Bojan y Villa son víctimas propiciatorias suyas, de su ambición, de su extraordinaria calidad y de su arrollador afán por jugarlo y ganarlo todo, un huracán que, como pasó en el partido copero contra Osasuna, no tiene por qué disfrazarse o esconderse y se exhibe impúdicamente ante los ojos de los aficionados. Messi es la clave, el futbolista que desequlibra, el que inclina los partidos de uno u otro lado, y es en sí mismo un grupo de presión él solito, un lobby unipersonal que se ríe del mundo por el simple hecho de que puede hacerlo.