De tanto ser agitados, al final los futbolistas profesionales acaban convirtiéndose en unos cócteles con dos piernas. Demasiadas maletas, muchos apartamentos con cama, mesa, pantalla de televisión de plasma y poco más, algunos hoteles, horas y horas de avión. El negocio del fútbol ha acabado con los sentimientos, de ahí que Reyes, por ejemplo, ya no supiera qué sentir. Ni mucho menos qué podía decir o a quién podía decírselo. La verdad es que el chico se fue a Londres a la fuerza. Recuerdo que su despedida, con la madre abrazándole, constituyó un auténtico drama, semejante al del soldado que está a punto de partir hacia la guerra. Eso habrá sido para Reyes la Premier League, una guerra. Una guerra contra el idioma. Una guerra contra las costumbres. Una guerra contra la morriña. Y también una batalla contra sí mismo, una batalla tratando de convencerse de que es un auténtico privilegiado y que cualquiera de sus amigos del barrio regalaría un brazo por poder vivir lo que estaba viviendo él.
Todos sabíamos, porque así nos lo transmitía sin ningún rubor, que Reyes quería escapar cuanto antes de Inglaterra para volver a jugar al fútbol en España. Y en su desesperación de Rum Collins sevillano con una pizca de curaçao rojo, primero se aferró a la oferta del Real Madrid, luego se pegó como una lapa a la del Atleti para, al final, terminar diciendo eso tan típico de que su sueño desde pequeñito era vestir la camiseta merengue. Reyes me parece un buen tío. Y también me lo parece Joaquín, otro de los cócteles del verano. No me extrañaría en absoluto que la familia del ex bético acabara haciéndole vudú a Manuel Ruiz de Lopera. Primero para arriba, luego para abajo, más tarde a la calle Jabugo y después a Albacete de camping. Yo creo que Joaquín, sempiterno candidato a abandonar el Betis desde hace mucho tiempo, no se merecía en modo alguno que Lopera le agitase como si de una Mula Azul, con durazno y un poquito de ron blanco, se tratara. Al final el chico acabó haciendo lo que quería. Yo denunciaría a Lopera por mobbing.