Modestamente, nosotros también mandamos nuestra nave espacial Fénix a explorar otro planeta, sólo que en lugar de llamarse Fénix se llamó Martín y su destino no fue Marte sino la NBA. En el año 1986, Fernando Martín Espina, sin duda el mejor pívot español que yo haya visto en acción hasta la bendita irrupción de Pau Gasol, amartizó en la Liga de baloncesto estadounidense por el simple hecho de que se lo pedía el cuerpo. Se le había quedado chica Europa y su físico y sobre todo su fortísimo carácter le pedían a gritos pegarse con los mejores, medirse a sí mismo, y todo ello a pesar de que aquí siempre le ofrecieron el oro y el moro. Así que nuestra nave Martín llegó a Portland, desplegó lentamente su fornido brazo robótico y empezó a enviarnos fotografías desde Marte. Había vida, sí, pero era una vida radicalmente distinta a la que nosotros conocíamos: otra velocidad, defensa al límite, más estudio, otras reglas, más entrenamiento, mayor disciplina, gimnasio a todas horas, viajes de costa a costa...
Por ejemplo, había un marciano que se llamaba Larry Bird, un tipo muy grande que la enchufaba sin piedad desde más allá de una línea que le separaba del aro exactamente seis metros y veinticinco centímetros; aquellas canastas valían tres puntos y no dos, como sucedía aquí, y Bird, un chico rubio y simpático a quien podrías haber encontrado perfectamente en su granja de West Baden, mascando tabaco y tostándose bajo el sol de Indiana, tenía una extrañísima habilidad para abrirse hueco y, con un prodigioso movimiento de muñeca, lograr aquellas prestigiosas canastas de tres de tres en tres. Otro marciano apodado Magic subía el balón como habitualmente veíamos hacerlo a bases europeos de un metro y ochenta centímetros, sólo que aquel individuo medía lo que Bird, y Larry ocupaba allí la posición de pívot, aunque luego lanzara como un alero. En la Tierra no dábamos crédito a lo que allí sucedía e incluso hubo un par de veces en que llamé en balde al antenista pensando que un rayo había fundido la televisión y, aunque en otras circunstancias muy diferentes a las actuales, Fernando no pudo triunfar como sin duda se habría merecido y como todos nosotros habríamos deseado. Hoy sabemos que su empeño por escalar sólo el ochomil de la NBA, sin la ayuda de un sherpa que pudiera guiarle por la pared buena, no cayó en saco roto.
El otro día seguí el amartizaje de Fénix en Marte, la tensa cuenta atrás y el júbilo desbordado por los hombres y mujeres de la NASA que siguieron con atención el touchdown de su proyecto más importante de los últimos cincuenta años. Veintidós años después de que un madrileño de espaldas anchas, cabeza bien amueblada y corazón caliente optara, con un par de bemoles, por el camino más tortuoso, convirtiéndose de paso en el primer español y el segundo europeo en jugar en la NBA, un catalán acaba de alcanzar la final del campeonato, que disputará contra los Celtics de Boston, jugando con la camiseta de los Lakers. Kobe Bryant, probablemente el jugador de baloncesto más relevante de la última década y uno de los deportistas más influyentes del último cuarto de siglo, definió hace unas cuantas horas el fichaje de Pau como "una donación" para el equipo de Los Angeles. Pau Gasol conseguirá tarde o temprano el anillo de campeón, quizá ahora, a lo mejor la próxima temporada o dentro de dos. Y si no lo logra él, lo conseguirá cualquiera de los otros cuatro españoles que ahora mismo juegan en Marte o puede que alguno de los que en el futuro seguirán desplegando por allí sus brazos robóticos. Ya somos todos marcianos. Se acabó la exploración.