El 27 de diciembre de 2009 escribí en Libertad Digital un artículo titulado El vacío del más grande. En él hablaba del último combate de Muhammad Ali, el 11 de diciembre de 1981 ante Trevor Berbick, un buen boxeador que acabaría muriendo trágicamente. Aquella velada de Nassau, el Drama in the Bahama, no pasará sin duda a la historia por el Scott Ledoux-Greg Page, ni siquiera por el Tommy Hearns-Ernie Singletary; el plato fuerte era el combate de Ali, que acabó perdiendo por puntos en diez asaltos después de haber vencido en 23 peleas por el título mundial. Desde hace algunas horas aquel vacío momentáneo del rey del mundo, el vacío que dejó en el ring el boxeador más grande de todos los tiempos, ha pasado a ser definitivo. Anoche, en El Primer Palo, Jaime Ugarte, aún cauto pese a las desalentadoras noticias que ya nos llegaban a esas horas desde Phoenix, alertaba en voz alta sobre el enorme vacío que iba a dejar Ali cuando muriera; ahora empezaremos a darnos cuenta.
Muere el boxeador pero también muere uno de los indiscutibles iconos del siglo pasado. Muere el campeón de los Golden Gloves a los 17 años, pero también muere el rebelde que puso en jaque al gobierno de los Estados Unidos. Muere el púgil que ganó la medalla de oro olímpica en Roma con 18 años y que luego se proclamaría campeón mundial con tan sólo 22, pero también muere uno de los hombres más fotografiados de toda la historia, y es que a Ali le contemplan ni más ni menos que 35 portadas de la emblemática Sports Illustrated. Muere una leyenda del deporte pero también muere un luchador por la igualdad, un guerrero tanto dentro como fuera del ring. El vacío que dejó el más grande boxeador de todos los tiempos fue enorme, el vacío que deja la leyenda es definitivamente irreparable.
Me acosté con la mosca detrás de la oreja y me he levantado con la temprana alarma de mis amigos Mario Noya, el boss de la opinión en Libertad Digital, y Juan Ignacio Gallardo, el director de Marca. La noticia me entristece pero, al mismo tiempo, me congratula que dos periodistas de raza como los anteriormente citados hayan sentido la necesidad de comunicarme el fallecimiento de Ali, como si, en el fondo, él fuera un familiar mío. Y lo es. Al menos un familiar periodístico. Creo que no he escrito sobre un personaje más artículos que sobre Muhammad Ali, y todo el mundo sabe que habría pagado por poder entrevistarle. Y confieso que, una vez certificada la muerte de su cuerpo, en algún momento a lo largo del día se me ha podido pasar por la cabeza que quizás, técnicamente hablando, debieramos esperar un poquito más, por ejemplo hasta el próximo martes, para estar seguros del todo. No puedes golpear lo que no ves y Ali jamás morirá.