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El penúltimo raulista vivo

Mientras Capello trata de descubrir el fuego

Se ha producido un tremendo alboroto entre los periodistas deportivos tras la decisión que ha adoptado Capello de impedirnos presenciar los entrenamientos. Confieso que, nada más conocer la medida, lancé un entusiasmado "¡¡¡Al fin!!!!". Era tan entusiasmado ese "¡¡¡Al fin!!!" al que me refiero que, como habrán podido ustedes observar, va acompañado incluso de tres exclamaciones. Repito, "¡¡¡Al fin!!!". Ya puestos, ¿no podría impedírsenos presenciar también los partidos? ¿O dosificársenos al menos? A mí, que he visto todos los de este año (y pagando, cuestión ésta que debe aparecer tipificada como delito en alguna parte del Código Penal), se me hace cada vez más cuesta arriba. Quizá, y que conste que sólo estoy pensando en voz alta, si Capello me engañara o jugara un poquito conmigo, de forma parecida a esos papás que juegan al avioncito con sus hijitos para que se coman la papilla ("ésta por mamá, ésta por la abuelita, ésta por tito Fabio"), la cosa se me haría más digerible.

Ponerse a ver así, de sopetón, sin engaños, ni juegos, ni transiciones, un partido completo del Madrid de Capello puede resultar tóxico. Sé de un socio madridista a quien, tras ver completo el Real Madrid-Recreativo de Huelva, luego tuvieron que hacerle un lavado de estómago. Por eso me permito el lujo de recomendarle desde aquí al señor Capello que no nos deje ver nada, que nos ciegue del todo, porque ese cuarto de hora, esos novecientos segundos que parecen insignificantes, pueden acabar siendo letales. Por otro lado, entiendo como razonable el hecho de que Fabio tenga que hacer sus cosas y que quiera hacerlas en absoluta intimidad. Seis millones de euros al año dan para mucho, y deben ser también muchas las maletas que se pueden hacer con tanto dinero acumulado.

A mí, mientras Capello trata de descubrir el fuego, lo que me preocupan son otras cuestiones. Por ejemplo, la alarmante ausencia de carácter de un vestuario que el lunes, tras la derrota ante el Depor, mandó al pobre Marceliño para que diera su experta opinión sobre lo acontecido en Riazor, y que el martes, después del aluvión de palos del héroe de la séptima, colocó por delante al bueno de Diego para que sirviera como escudo humano. Carne de cañón. Nueve meses después de que Fernando Martín, a quien Calderón untó con brea para luego emplumarle, afirmara con severidad que nadie podría seguir jugando en el Real Madrid dejándose guiar por la ley del mínimo esfuerzo, Mijatovic ha llegado a la conclusión de que sobran seis, ocho, diez, dieciséis futbolistas, y que hay que deshacerse de ellos como sea. Juguemos a las combinaciones. Se reúnen Capello, Mijatovic y los jugadores. ¿Culpable? Calderón. Otra más: se reúnen Calderón, Mijatovic y los jugadores. ¿Culpable? Sí señor, Capello. ¿Quieren otra? Se reúnen Calderón, Capello y los jugadores. ¿Quién tiene la culpa? Efectivamente, Mijatovic. Pero todo el mundo sabe que la culpa fue del cha-cha-chá. Ya lo dice la canción.

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