"Máteme, pero no mienta". Ese bien pudo haber sido el título de uno de aquellos primeros tangos de José di Clemente o Emilio Sassenus, tangos de celos, venganza y pasión, pero sin embargo es el título de algo mucho más vulgar y más mediocre, es el título de la historia de un reproche, el que arroja con vehemencia y malos modos un seleccionador de fútbol a la cara de los periodistas deportivos, así, en general y en abstracto, sin dar nombres y sin ofrecer un sólo apellido. Cuando le escuché decir eso de "máteme, pero no mienta", me dije para mis adentros que habíamos perdido un extraordinario tanguista, uno del estilo de Lagomarsino, Barabino o Macchi, escritores de la guardia vieja, excéntricos autores de tangos, intérpretes de cabaret, pianistas pobres del barrio de Guayaquil. Aunque el objetivo de Luis era bastante menos prosaico que ponerle letra a la música del Río de la Plata. Entonces pensé para mis adentros que aquello seguiría así: "Máteme, pero no mienta. Ya encanecidas mis sienes pero el verano en mis sueños, a bordo de mis zapatos cruzo la vida y la quiero. Máteme, pero no mienta". Pero no era un tango, no, qué va, sólo era un ridículo reproche.
No mienta usted, Luis, no mienta usted. No nos mienta a nosotros y no se mienta usted a sí mismo. Dice un viejo proverbio judío que con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver. Usted sabe, porque podrá ser muchas cosas salvo un imbécil, que su proyecto al frente de la selección nacional caducó hace diez meses, después de lo cual ha entrado en un lamentable proceso de putrefacción del que no encuentro parangón en ninguno de sus antecesores más recientes salvo, quizás, en el caso de Javier Clemente. Aquello también lo dejaron pudrir y la historia acabó como acabó, con una "dimisión pactada", con un ridículo que no se pudo pactar y con todas y cada una de las heridas abiertas de par en par. Aún hoy sigue lamiéndoselas por ahí más de uno.
Nadie le quiere matar deportivamente a usted, Luis. Lo único que quiere la gente, que todavía sigue enganchándose a su equipo nacional, es que emigre usted de ese banquillo, que lo deje libre, que cumpla al fin su palabra y que dimita de verdad, no con la boca pequeña. Lo único que quiere la gente es salvar a su selección y, de paso, salvarle a usted mismo de ese Mister Hyde que le puede. No da usted una a derechas, ni tampoco da usted una a izquierdas, y ha acabado por transformarse en un generador de problemas que sólo tendrían solución con su adiós. No convierta usted a mi selección en un simple trabajo alimenticio, una de aquellas malas películas de serie B que Omar Shariff se vio obligado a hacer para sobrevivir en la cartelera. Hoy, después de tanto tiempo, el doctor Zhivago se arrepiente de aquello.