Decía el gran músico de jazz estadounidense Miles Davis que "el silencio es el ruido más fuerte, quizás el más fuerte de los ruidos". Tenía razón. Cuando me dispongo a escribir este artículo han transcurrido ya dieciséis horas, dieciséis, desde que José Antonio Abellán desvelara en El Tirachinas que la mujer del secretario de Estado para el Deporte, el director del Consejo Superior de Deportes, su esposa y el hijo de ambos, viajaron, con cargo al presupuesto de la Federación, en "Gran Clase" (ésa en la que, por mucho que estires las piernas, nunca llegas al extremo contrario con la punta de los pies, ésa en la que sirven Champagne y caviar para desayunar) hasta Japón para presenciar en directo el Mundial de baloncesto. De los cuatro billetes, el más barato costó la friolera de 5.309,58 euros. Calculen.
Dejando al margen el contenido del scoop informativo adelantado en la noche del lunes por Abellán, el silencio de Lissavetzky, elocuente por un lado y, parafraseando a Davis, ciertamente ruidoso por el otro, habla bien a las claras de la escasa, por no decir inexistente, cintura política del hombre que encabeza el deporte español. El ideólogo de la "tolerancia cero", uno de los principales promotores del Código de Buen Gobierno de las Federaciones Deportivas Españolas, el látigo de los tramposos, continuaba sin ofrecer señales de vida, seguía sin manifestarse a las cuatro de la tarde tras las gravísimas acusaciones realizadas por el director de deportes de la Cadena Cope.
Mi amigo Fernando Echeverría, componente genial, junto a los no menos geniales David Miner y Oscar Blanco, de ese trío que da vida en La Mañana al