Parece que los artículos que sobre natación voy escribiendo en Libertad Digital están destinados a ir surgiendo a golpe de brazada, impulsados por el oro olímpico y marcados por la alargada sombra de Mark Spitz, a una media aproximada de uno cada cuatro años. Hace ahora eso justamente, cuatro años menos tres días, que le dediqué el último a Michael Phelps, y en él hacía referencia al primero de todos, el artículo con el que debuté aquí, dedicado a Ian Thorpe y escrito, casi, casi con una precisión matemática, cuatro años menos treinta y un días antes que el segundo. El primer artículo se tituló Los Juegos de Thorpe mientras que al segundo lo llamé Los Juegos de Phelps: está claro que no ganaré la medalla de oro a la originalidad por esos dos títulos. Espero que me disculpen si me pongo un poco filosófico y algo melancólico pero, echando la vista atrás, a punto de cumplir mis primeros ocho años escribiendo aquí a diario, me doy cuenta de lo veloz que nada el tiempo, mucho más de lo que lo hicieron nunca Spitz, Thorpe o Phelps, los tres protagonistas de esta historia.
Un día de finales de noviembre de 2006, a la tempranísima edad de veinticuatro años, Ian Thorpe anunciaba de repente su retirada de la alta competición. Al chico que había superado su alergia al cloro le pudieron otros enemigos más letales que la rojez en los ojos como el hastío, la rutina y, por qué no decirlo, la dureza de unos entrenamientos que carecían de sentido para alguien que ya lo había conseguido casi todo. Muchos años después de abandonar su carrera como deportista profesional, John McEnroe, a quien se atribuyen con merecimiento algunas de las actitudes más estrafalarias que han podido verse sobre una pista de tenis, dijo sin embargo una de las frases más sensatas que he oído en mi vida: "Cuando fui padre por primera vez llegué a la conclusión de que pasar una pelotita por encima de la red ya no tenía ninguna motivación para mí". Eso le pasó a Thorpe, abrumado por la responsabilidad y por la fama, aburrido por su tremenda superioridad y quien sabe si un poco celoso tras la aparición en las piscinas de Phelps, el nuevo Namor a quien Spitz susurró que él sí podía batir su récord. Hace de todo esto que les cuento aproximadamente quinientos artículos.
Hoy Phelps ha cumplido una parte importante de aquel contrato firmado deprisa y corriendo con el mito americano en los trials de los Estados Unidos de hace cuatro años. El nuevo Spitz acaba de convertirse en el deportista que ha conseguido más medallas de oro en los Juegos, superando, por ejemplo, a Carl Lewis, sin duda el mejor atleta de la historia. Phelps ya se ha colgado once oros del cuello y, por si esto no fuera suficiente, cada vez que lo ha hecho ha sido batiendo un nuevo récord mundial. No querría ser demasiado repetitivo pero, cuatro años menos tres días después de escrito el último artículo, estos vuelven a ser los Juegos de Phelps, del mismo modo que cuatro años antes lo fueron de Thorpe y mucho tiempo atrás lo fueron de Spitz.