"Allí donde Dios erige una iglesia, el demonio siempre levanta una capilla; y si vas a ver, encontrarás que en la segunda hay más fieles" (Daniel Defoe, novelista y periodista inglés).
Momentazo televisivo sin duda. Me refiero a la entrevista que Oprah Winfrey realizó al ex todo (ex ciclista, ex campeonísimo, ex ídolo, ex ejemplo) Lance Armstrong, con quien yo me alineé hasta que él mismo reconoció que se había dopado, que había engañado para ganar, que había fingido ser el mejor, que había interpretado el papelón de la historia. Pido perdón por mi error, que espero que no me suponga una sanción periodística de por vida. Calibré mal. No comprendí bien al personaje, más que nada porque ni el propio Armstrong, que está en terapia según propia confesión, creo que se entienda demasiado bien a sí mismo. Pero que nadie se equivoque porque Armstrong no es un monstruo sino un mentiroso, otro más, nada excepcional en realidad. La diferencia entre la mentira del tejano, muy similar por cierto a otras tantas mentiras de otros deportistas ilustres, y cualquiera de las nuestras es que la suya es la mentira de un héroe de dimensión universal y la frustración y el dolor generados afectan a millones de absortos, por sorprendidos, aficionados al bello y sufrido deporte del ciclismo.
Seguro que habrá quien diga que estoy justificando que Armstrong recurriera a las trampas para ganar más carreras, y no, no estoy diciendo eso. Lo que afirmo es que Armstrong es otro producto defectuoso más de una forma que tenemos todos, desde aficionados hasta periodistas pasando por anunciantes y empresas deportivas, de interpretar un tipo de deporte profesional que exige esfuerzos de dioses a quienes no son nada más y nada menos que simples seres humanos, y que sería de auténticos ingenuos (otro defecto muy nuestro) pensar a estas alturas de la película que el estadounidense es el único que ha recurrido a la farmacopea para subir más deprisa que el resto los puertos de categoría especial. A lo mejor Armstrong nos mintió porque nosotros vivíamos en una burbuja. A lo mejor Armstrong nos engañó porque nosotros deseábamos ser engañados. A lo mejor las cosas funcionan así porque es lo que nosotros demandamos. Nunca existió el Capitán América.
Si de algo puede servir la experiencia de Lance Armstrong y la batalla que está librando contra sus propios demonios, que probablemente habrían sido muy similares a los nuestros de haber estado nosotros pedaleando en su lugar, es como ejemplo para las futuras generaciones de lo que no hay que hacer. Uno tiene que resistir al diablo, dispuesto siempre a levantar una capilla allá donde Dios erige una iglesia. Seguro que Armstrong presumía de conocerse muy bien y de saber a qué diría que sí y a qué diría que no. Puede que, siendo como era miembro destacadísimo de esa factoría del éxito en la que se ha convertido el deporte profesional, al final se encontrara enredado en un circuito de mentiras. Armstrong es culpable de no haber podido resistirse a la tentación, un pecado que lleva atormentándonos a los humanos desde que Eva mordió la manzana. Y ahora las empresas de zapatillas, camisetas y bicicletas, erigidas en modernos diosecillos, han decidido expulsarle del paraíso. Y los demás le afeamos su conducta repudiándole y repitiéndonos para nuestros adentros que siempre lo supimos todo cuando en realidad no teníamos ni puñetera idea de nada. Atrapamos al culpable, así de claro. Ya está entre rejas y condenado a batallar con sus demonios, que son los nuestros. Tuvo los privilegios de un rey y debe sufrir un dolor real. Hasta que aparezca otro Lance Armstrong que nos mienta. Hasta que nosotros volvamos a dejarnos engañar.