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El penúltimo raulista vivo

Eso no se dice, Roberto Carlos...

En febrero de 2006, hace ya de eso más de trece años, Florentino Pérez presentaba su dimisión como presidente del Real Madrid. Lo hacía tras un período de poco más de cinco años al frente del mejor y más exigente club deportivo del mundo, y se iba agotado por, según propia confesión, haber malcriado a los jugadores. Aquel era el Real Madrid de los galácticos, de Zidane, Figo, Beckham, Ronaldo, Roberto Carlos... Aparentemente un equipo imparable, uno al que ningún obstáculo podría frenar, pero que gripó por los caprichos de jugadores buenísimos, sí, pero para los que en aquel momento el fútbol no era lo más importante. Florentino creyó que yéndose él, que era el padre consentidor, se acabarían los problemas, pero no fue así: como en la mítica serie de televisión de los años 80 los problemas crecieron y acabaron adoptando la forma de Ramón Calderón. Podría aplicarse eso de que el remedio impuesto por el dimitido Florentino fue peor que la enfermedad de adocenamiento que hizo colapsar a aquella maravillosa plantilla.

Ahora, muchos años después, uno de los integrantes de aquel equipo, uno de los galácticos, Roberto Carlos, cuenta en primera persona lo que quienes estuvimos fuera de aquel vestuario nos vimos obligados a intuir que sucedía. Como Roberto es un niño grande, entre ingenuo y orgulloso, relata al Canal 11 de Portugal, tan satisfecho como podría estarlo el mismísimo Daniel el travieso después de haber roto de un balonazo la ventana del señor Wilson, cómo aquella plantilla tenía sus costumbres, sus prebendas, entre las que se encontraban, por ejemplo, sus copitas de vino en las comidas, y sugiere que aquellos entrenadores que quisieron hacerles madrugar o los que trataron de eliminar la cerveza de su dieta, simplemente duraron poco. Camacho duró 10 días porque, dice Roberto, se presentó muy serio en el vestuario y les dijo a los jugadores que los quería a todos a las 7 de la mañana del día siguiente; Luxemburgo aguantó tres meses porque no tragó con el alcohol como refrigerante de unos futbolistas profesionales. Por contra, Vicente del Bosque duró todo lo que tuvo que durar porque era más un amigo que otra cosa y porque ponía el entrenamiento por la tarde porque por las mañanas había mucha gente a la que se le pegaba las sábanas y no llegaba.

Ya digo que con cierto aire de niño revoltoso, Roberto Carlos, a quien quiero y admiro profundamente, cuenta con cierto orgullo algo que en el fondo, y bien pensado, debería avergonzarle. Cuenta, por ejemplo, cómo los galácticos cogían sus aviones privados después de cada partido y se iban a actos publicitarios al otro lado del mundo. El periodista que entrevista a Roberto se ríe, hoy casi nos reímos todos de aquello en realidad, pero lo cierto y verdad es que aquella degeneración deportiva fue la causante de que Florentino Pérez se fuera del club, incapaz de reconducir una situación que luego no sólo no recondujeron otros sino que empeoraron aún más. Aquel fue un Real Madrid ganador porque, al final, todos lo son, pero supuso un mal ejemplo, un ejemplo que no hay que seguir, un ejemplo poco profesional y del que no entiendo que se presuma en público. Florentino aprendió la lección y, cuando volvió, ya era otro. Y entre el amantísimo y dadivoso padre protector y el severo halcón que te clava la mirada y te dice mil veces que no, yo me quedo con éste último. El galáctico de aquel Real Madrid era Ronaldo, el galáctico del actual es su presidente. O le conozco poco o seguro que llama a capítulo a Roberto Carlos para susurrarle al oído aquello que canta tan bien Serrat: "Niño, deja de joder con la pelota. Eso no se hace, eso no se dice, eso no se toca". Pero, sobre todo, eso no se dice, niño, eso no se dice. Deja de joder.

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