Como Feraud y D'Hubert, los duelistas del cuento de Conrad, Brasil y España llevaban buscándose desde hacía cinco largos años. España buscaba a Brasil porque Brasil representa el Everest del fútbol mundial, porque de su cara norte se han descolgado los mejores alpinistas y porque ese ochomil era el único que faltaba por anotar en su espectacular hoja de servicios; Brasil por su parte quería medirse de una vez por todas a España porque el equipo de Del Bosque había usurpado en cierto modo su personalidad convirtiéndose en ella misma: España era Brasil y Brasil una selección vulgar y tosca, el típico equipo de Scolari que huye del balón y que juega al zapatazo. Además a España no se la comparaba con la Brasil actual, no, qué va, sino ni más ni menos que con la de los años 70, aquel equipo de los Pelé, Tostao, Jairzinho, Carlos Alberto, Rivelino, Gérson y compañía.
El partido de anoche, que era una cuestión de Estado para la torcida, tenía para los nuestros el valor de acometer al fin la escalada al último ochomil, y además en Maracaná, un reto para el que llevábamos preparándonos mentalmente desde hacía un lustro con objeto de "cerrar un ciclo". Ganando a Brasil en su campo y ante sus ruidosos y pasionales aficionados los españoles lograríamos completar nuestra colección de cromos, que estaba incompleta, y esta irrepetible generación de jugadores que han ganado un Mundial y dos Eurocopas podría al fin descansar tranquila desterrando a Feraud: España demostraría también que ella era Brasil y que Brasil era... ¿qué era exactamente Brasil?... Los abucheos que los nuestros han tenido que sufrir desde el primer día de competición no eran, a mi modo de ver, fruto del miedo como alguien osó decir hace poco sino de la indignación de quien siente usurpada su personalidad.
El objetivo de Scolari no era otro que el de demostrar que Brasil sigue siendo Brasil pese a todo y que ningún equipo, ni siquiera la actual España, puede hurtarle de la noche a la mañana ese privilegio. Claro que este equipo no tiene ni por asomo la calidad que el de los años 70 ni tampoco la de aquellos Zico, Sócrates, Falcao o Toninho Cerezo que nos deleitaron en el Mundial del 82 pero su motivación era triple: por jugar ante su gente, por querer desposeer a su rival del título no oficial de nueva Brasil y por demostrar que la mejor selección española de la historia no era capaz de salir viva de su campo y ante un equipo de serie B. De todo se aprende, claro. También de esto. El ochomil de Brasil no se puede escalar sin oxígeno y sin un plan alternativo. Fuimos al Everest como si se tratara de una excursión a la Boca del Asno y así nos fue que nos quedamos sin merienda.