Estaban Alberto y Macarena tumbaditos tan ricamente en la playa de Chiclana, leyendo él a Ruiz Zafón y ella la última de Ken Follet, cuando de repente el ganador del Tour de Francia recibió una llamada de Johan Bruyneel: "tienes que correr el Giro". Recogieron rápidamente las toallas, pagaron el tinto de verano, dejó ella a Aliena luchando por su vida y él a Daniel Sempere redescubriendo a Julián Carax y, como almas que llevara el mismísimo diablo, abandonaron la placidez de la Costa de la Luz y reservaron plaza en el primer avión que saliera con destino a Palermo, la ciudad del ocultista Cagliostro, con objeto de introducirse él solito, cual Angel Cristo pinteño, en la boca del lobo italiano. Allí le esperaban, bien entrenados, bien comidos, bien bebidos y bien masajeados, Riccó, Bruseguin, Pellizotti, Sella, Di Luca, Pozzovivo, Simoni, Nibali, Baliani, Savoldelli y Bettini con las fauces abiertas, un once titular transalpino cuya única misión consistía en darle a Contador su merecido, o sea su meritato.
Brian Laudrup cuenta que cuando Richard Moeller Nielsen les reunió deprisa y corriendo para sustituir a Yugoslavia en la Eurocopa del 92 y les dijo que Dinamarca estaba allí para ganar el campeonato, los jugadores tuvieron que reprimir las carcajadas por no hacerle un feo a su seleccionador. Supongo que a Bruyneel, a quien los organizadores del Giro habían exigido la presencia del último maillot amarillo como condición sine qua non para dejar participar en su carrera al Astaná, ni se le cruzaría por la imaginación que Contador podría pasar de estar achicharrándose en la playa a coronarse brillantemente en Milán como el sucesor de Miguel Induráin en la ronda italiana. Ayer le pregunté a Alberto en El Tirachinas por qué había dicho que esta victoria era moralmente más importante para él que la del Tour: sobraba mi pregunta y no era necesario que él respondiera puesto que debe resultarle frustrante que los franceses, que no saborean una victoria gala en su carrera desde que Hinault se jubiló, no le dejen defender como es debido su maillot amarillo.
Pese a los gestos de incredulidad del mayor de los Laudrup, Dinamarca, más conocida como la dinamita roja, ganó aquella Eurocopa del mismo modo que Alberto Contador se ha impuesto ahora en Italia, convirtiéndose de paso en el primer vencedor del Tour que gana también el Giro desde don Miguel. Riccó, tan buen ciclista en la carretera como bocazas fuera de ella, se ha llevado un buen gancho de izquierda, pero Christian Prudhomme ha sido noqueado con todas las de la ley. Y qué contarles a ustedes de la actitud del secretario de lo que nos queda de Estado para lo que nos queda de Deporte, el primero en querer salir en la foto y el último en ponerse manos a la obra. Ahora habría que recordarle al químico que su experimento de la Operación Puerto, en la que llegaron a estar presuntamente implicados seis corredores de Manolo Saiz, impidió a Contador correr, y quién sabe si ganar, el Tour de Francia de 2006. Alberto, el futuro limpio y claro del ciclismo profesional, pagará con rabia los platos rotos de Vinokourov y de Kashechkin porque no le queda otra. Tendrá que ver la ascensión del Tourmalet por la tele, al ladito de Macarena, pero el Tour no podrá contar con el mejor ciclista del mundo. El retomará La sombra del viento donde la dejó, y ella seguirá levantando, piedra a piedra, una catedral en Kingsbridge, al suroeste de Inglaterra.