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El penúltimo raulista vivo

El distefanista

No voy yo a venir aquí ahora a recitar de carrerilla todos los títulos que ganó Alfredo di Stéfano, ni cómo le dio él solito la vuelta al fútbol moderno así, en un pispás, como si se tratara de un calcetín, ni lo que, entre él y Santiago Bernabéu, hicieron por el Real Madrid. No hace mucho, el admirado profesor Andrés Amorós me dijo lo siguiente: "¿El mejor dramaturgo de la historia?... William Shakespeare. ¿El mejor novelista de la historia?... Miguel de Cervantes Saavedra. ¿El mejor pintor de la historia?... Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. ¿El mejor escultor de la historia?... Miguel Angel Buonarroti. ¿El mejor futbolista de la historia?... Alfredo Stéfano di Stéfano Laulhé". Probablemente se haya analizado absolutamente todo lo que tiene que ver con Di Stéfano, sus goles, su vida, sus milagros, su secuestro, sus películas, sus anuncios de medias, su etapa como entrenador, sus frases más famosas, su fichaje por el Madrid o cómo renunció a compartirle el Barcelona. ¿Qué más decir?

Se habrá analizado todo salvo, quizás, el efecto que produjo, y que aún provoca después de más de medio siglo, la forma que tuvo Di Stéfano de interpretar el juego en quienes tuvieron el privilegio de verle en acción, y la transformación en distefanistas de aquellos aficionados que, un domingo cualquiera de 1953, pagaron su entrada, entraron al estadio Santiago Bernabéu, ocuparon su localidad y vieron en acción a aquella mágica saeta. La primera reacción del distefanista es la que tuvo conmigo Andrés Amorós; ellos se niegan en redondo a comparar a Di Stéfano con otro futbolista, ya sea Pelé o Maradona. Si discute usted alguna vez con un distefanista, no se le ocurra ni por lo más remoto mencionar a Cruyff o a Zidane porque las carcajadas resonarán en su cabeza durante mucho tiempo. El distefanista puro, y alguno conocí yo al que quise mucho, es aquel que sólo acepta comparar a Di Stéfano con Leonardo, Rafael o Miguel Angel. Pelé, por ejemplo, es humano y no resiste la comparación.

El problema del distefanista es, al mismo tiempo, su gran virtud, y es que lo vio absolutamente todo condensado entre los años 1953 y 1964, de forma que nada de lo que suceda en 2008 dentro de un campo de fútbol puede sorprenderle demasiado. Para un distefanista, los jugadores son chicos que hacen cosillas, como si todos los que llegaron después de don Alfredo, desde Emilio Butragueño hasta Amancio, Velázquez o Hugo Sánchez, hubieran sido una especie de becarios que se sacaban unas monedillas haciendo de tunos por la Cava Baja. El distefanista, por fin, es un ser melancólico que sabe que ya no nacerán jugadores de fútbol como aquel, lo que le convierte, también, en afortunado testigo de una época irrepetible y, por lo tanto, en referente insustituible en cualquier conversación que se precie. Sólo por haber visto jugar a Di Stéfano, al distefanista se le concede el privilegio de abrir y cerrar todas las tertulias, siendo el suyo un voto de calidad irrefutable cuando la conversación se acalora y las cosas pasan a mayores.

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