Quiso el Covid 19 que a diferencia de otros años, de todos los años en realidad, este Roland Garros se celebrase entre septiembre y octubre en vez de hacerlo entre mayo y junio como viene siendo habitual desde tiempos inmemoriales. Cambio de estación, otoño en vez de primavera. Cambio de situación, crisis sanitaria mundial en lugar de situación controlada. Y cambio también de actitud, de estado de ánimo. En líneas generales España suele ser un país optimista y alegre, uno de esos que se lanza en tromba a la calle en cuanto sale el sol. Y como, gracias a Dios, en España sale el sol muchas veces, los españoles estamos más en la calle que el resto. Y nos abrazamos. Y nos tocamos. Y nos besamos. Nos gusta hacerlo. Hoy somos más pesimistas porque al menos cincuenta mil compatriotas nuestros han perdido la vida por el camino debido a una gestión política lamentable y porque a la puerta del invierno está tocando ya una segunda oleada y una crisis económica galopante. El virus es lo que tiene, mata y aleja, enferma y distancia, nos ahuyenta a los unos de los otros, nos impide querernos y nos hace recelar de una tos, de un estornudo, de alguien con fiebre. Siempre hemos sido una nación jovial pero la pandemia se está cebando especialmente con nosotros, como si quisiera hacernos pagar en poco tiempo todo lo que disfrutamos a diario, la luz, nuestras playas, la comida, la vida que se nos ha regalado.
Así que, por mor del covid, en España estamos hoy más tristes. Creíamos que éramos los reyes del mambo, intocables. Desde el Gobierno se nos aseguró que nada de esto iba a pasar y, cuando pasó, se nos aseguró que lo superaríamos muy pronto y, allá por el mes de junio, se nos confirmó que lo peor había pasado... pero lo peor estaba por llegar. Quiso el Covid 19 que la final de Roland Garros se jugase en otoño y que todos girásemos la vista hacia el torneo parisino con cierta desilusión y desesperanza, con los ojos medio entornados, como si a nuestro moderno Rodrigo Díaz de Vivar le hubiera llegado también la hora de la verdad y de la retirada. Así lo presagiaban todos los especialistas. Así lo vaticinó Goran Ivanisevic: "Nadal no tiene nada que hacer". De los últimos dieciséis torneos de Roland Garros Rafa había ganado doce, de modo que no estaba nada mal. Nuestro Cid ya tenía 34 años, todo un veterano, así que lo normal, lo más lógico y razonable era que dejase paso a los más jovenes. Otra vez los molinos de viento. Nuestro abatimiento se extendió sobre París pero, a medida que Rafa fue pasando de ronda, fue creciendo el optimismo. Otra vez estaba en octavos. De nuevo en cuartos. Semifinales, no puede ser, ¡qué locura! La gran final. Imposible. Allí esperaba Djokovic, menudo animal, una bestia parda. Y, además, lo había dicho Ivanisevic, "nada que hacer". Nada que hacer... pero 6-0 en el primer set. Nada que hacer... pero 6-2 en el segundo. Nada que hacer... pero 7-5 en el tercero. Nada que hacer y... El Decimotercero.
Quiso la pandemia que Roland Garros se disputase en otoño y no en primavera y, por esas casualidades que tiene la vida, que la final se disputase (probablemente por primera y última vez, ojalá) un 11 de octubre, precisamente un día antes del Día de la Hispanidad. Y vimos al mejor deportista español de todos los tiempos llorando y emocionado al escuchar nuestro himno nacional, hoy tan denostado por quienes nos gobiernan. Fue, para qué engañarnos, como un chute de optimismo, una inyección de adrenalina. Y hoy, que celebramos el descubrimiento de América por parte de ciento treinta compatriotas nuestros que se adentraron en el mar con tres carabelas, recordamos la gesta de Rafa Nadal y (al menos me pasa a mí, no sé si a vosotros también) recordamos que no somos tan malos ni merecemos que nos gobierne quien nos gobierna. Nada más concluir el partido de Nadal uno de esos irresponsables que practican la desunión y el enfrentamiento, padrino de aquel bobo a las tres y también un rato después que hace poco llamó pasabolas a Rafa, decía lo siguiente en un tuit: "Lo de Rafa Nadal es de otro planeta. Bravo y enhorabuena". Repite conmigo, Echenique: Es-pa-ña. Se llama España, Echenique. Es el nombre de la nación que tú y los tuyos estáis tratando de resquebrajar desde las instituciones mientras otros, como Rafael Nadal, se desviven por coser. Es-pa-ña, con eñe. Nadal no es de otro planeta, Echenique, tú sí lo eres. Él es del planeta Tierra y nació en Es-pa-ña. Así se llama una de las naciones más viejas del mundo, una que lleva quinientos años pasando por encima de aquellos que, como tú, dijeron que era imposible. Y el himno que sonó y por el cual lloró nuestro campeón es el que tratáis de humillar constantemente tú y los tuyos. No celebres algo que no sientes. No festejes algo que no entiendes. No finjas, Echenique, que sabemos lo que eres. Y empieza precisamente por eñe: ñiquiñake.