Como en tantas y tantas carreras precedentes, Fernando Alonso, bicampeón mundial de Fórmula Uno, estuvo sencillamente magistral en Hungagoring, remontando desde la sexta plaza a la que le relegó injustamente la FIA la noche anterior hasta la cuarta y definitiva, a un sólo paso de subir al podio. Tal y como se ha puesto (de interesante) la situación, creo que eso fue lo mejor que pudo haber sucedido. Al final de la carrera, interrogado a toda prisa por los periodistas, Alonso reconoció que no existía demasiada diferencia matemática entre acabar tercero o concluir en la cuarta posición. ¿Hamilton y Alonso en el mismo podio? ¿Juntitos el uno al lado del otro? ¿Se habría atrevido el líder del Mundial a mojar con el champagne a su compañero de equipo?
Este será el artículo de lo obvio, pero ante la tenacidad –absurda, desde mi punto de vista– de los alonsistas de carnet, ahí va. Efectivamente Lewis Hamilton desobedeció clarísimamente las órdenes de su equipo, lo que provocó el ostensible enfado de Ron Dennis, su principal promotor. Está claro que Alonso siguió a pies juntillas las instrucciones de McLaren. Al sancionar a Alonso, los comisarios deportivos, que son unos profesionales del ramo, cometieron, según la modesta opinión de un neófito en la materia, una auténtica felonía. Pero, del mismo modo que jamás creí la estupidez simplona de que el Barcelona fuera a ganar la Liga porque Joan Laporta votó por Angel Villar en las elecciones a la presidencia de la Federación Española de Fútbol, ahora no puedo aceptar tampoco la teoría, bastante superficial y majadera, de que la FIA haya cedido ante el lobby inglés para beneficiar a nadie. De ser así, tendrían que cerrar el kiosco por fraude deportivo.