Es verdad que hoy estaba dispuesto a escribir sobre el nuevo éxito de nuestra selección de baloncesto y del escándalo de los árbitros, improvisado asidero al que, como ese náufrago que espera, agotado y a punto de hundirse, el rescate salvador antes de irse sin remedio al fondo, tuvieron que recurrir en innumerables ocasiones a lo largo del partido los jugadores de Estados Unidos, sorprendidos por el empuje y el juego de altísimo nivel exhibido por los nuestros. Los jueces estuvieron siempre ahí, del lado del más fuerte, posiblemente conscientes de que cualquier resultado que no acabara con el señor Kobe Bryant recogiendo la medalla de oro que le pertenecía desde el día de la inauguración podría acarrearles a ellos mismos algún problema. De todas formas, comparado con el asalto danés al barco croata del otro día y la posterior decisión del COI, lo del baloncesto de hoy ha sido un juego de niños, una jaimitada que puede sobrellevarse con cierta dignidad porque más de uno la intuía antes de que se produjera.
Sin embargo luego creí que quizá lo más justo fuera dedicarle el artículo de hoy al nuevo éxito de nuestra selección de balonmano, injustamente tratada, permanentemente olvidada, buscando siempre un minuto de nuestra atención a base de gestas memorables. Absolutamente nadie contaba en las quinielas del podio con España, inmersa en un costoso proceso de renovación, pero, como ya he dicho en otras ocasiones, nuestro balonmano paga la indiferencia con medallas y títulos porque es un cheque en blanco y sus jugadores son de fiar, ¿o no le comprarían ustedes un coche usado y sin puertas a mi admirado Barrufet? A Juan Carlos Pastor le han puesto de vuelta y media aunque al final ha sacado fuerzas de flaqueza y, remontando, ha obtenido el bronce. Si España hubiera jugado como lo hizo hoy contra Croacia no me cabe la menor duda de que habría estado disputándoles el oro a los franceses.
Pero, sin poder decidirme aún ni por la plata del baloncesto ni por el bronce del balonmano, de repente me he dado perfecta cuenta de que la heroína española de estos Juegos estaba ahí mismo, justo delante de mis ojos, bella, serena, disciplinada y campeona en el sentido literal de la palabra. Cuando Almudena Cid acudió a los Juegos Olímpicos de Atlanta de 1996, Ricky Rubio, que hoy recogía su medalla de plata convertido en el deportista más jóven de la historia en lograrlo, todavía no había nacido. Es posible que su emocionante gesto besando el tapiz después de su último ejercicio pase inadvertido ante el arrollador empuje de Bolt, la potencia acuática de Phelps o esa extraordinaria capacidad que tiene Isinbayeva para superarse a sí misma. Ellos tres fueron los mejores por tierra, mar y aire, nunca mejor dicho, pero aún tendrá que pasar un tiempo para que reconozcamos el mérito que tiene lo conseguido por Almudena, la única gimnasta que ha conseguido sobrevivir a cuatro Juegos, clasificándose para las finales de todos ellos. Se marcha una gran campeona, dice adiós una guerrera que se merece nuestro cariño y nuestro más profundo respeto.