Decir Di Stéfano es decir gol, suerte suprema del deporte rey en la que él se reveló como un consumado especialista desde el inicio de su carrera deportiva. Cuentan quienes tuvieron el privilegio de poderle ver actuar (porque los grandes de verdad no juegan sino que actúan) en vivo y en directo que don Alfredo remataba con todo, que primero marcaba y luego preguntaba y que su mayor ambición era perforar la portería rival cuantas más veces mejor, una, dos, tres, cuatro... Me hace mucha gracia cuando ahora dicen que Cristiano juega primero para él y después para el equipo y que parece enfadado cuando no consigue marcar. Di Stéfano no parecía enfadado cuando no marcaba sino que lo estaba, profundamente enfadado, un enfado del que huían todos, incluidos por supuesto sus propios compañeros de equipo y entrenadores, pero del que todos se beneficiaban, un enfado sanador y genial que ganó cinco Copas de Europa y que cambió la dirección del viento de este deporte más profundamente que cualquier otro futbolista a lo largo de la historia.
Decir Di Stéfano es decir Santiago Bernabéu, el otro padre fundador de una patria de ilusión universal repartida por todo el planeta Tierra. Sobre esas dos auténticas rocas, una de Almansa y la otra de Barracas, se erigió el edificio deportivo más consistente y admirado del deporte mundial. Hoy mismo se ha conocido a través de una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas que el Real Madrid es el club de fútbol más querido por los españoles con una espectacular ventaja con respecto al segundo, y no hay más que echarle una ojeada a la reacción que se produjo tras el gol de Ramos que supuso el empate en la final de Champions contra el Atleti para extraer la conclusión de que, ampliada al resto del planeta Tierra, otra encuesta similar diría algo bastante parecido. La asociación de Bernabéu y Di Stéfano, Di Stéfano y Bernabéu, sigue originando aún hoy, tantos años después de aquello, una ola de cariño entre la gente del mismo modo que cuando tiras una piedra al agua se producen ondas circulares y perfectas a su alrededor. Ha pasado más de medio siglo y la onda del CIS de hoy demuestra que aquella unión fue algo grande.
Decir Di Stéfano es decir, sobre todas las cosas, Real Madrid Club de Fútbol. Como en el caso de Santiago Bernabéu, también el nombre de esta Saeta eterna se confunde con el del club al que sirvió con generosidad. Decía el periodista, actor y escritor estadounidense Heywood Hale Broun que el deporte no forja el carácter sino que lo pone de manifiesto, y así es efectivamente. De haberse dedicado a ello, don Alfredo di Stéfano habría sido el abogado más efectivo del mundo, el arquitecto más solicitado, el mejor poeta, un Nobel de literatura. Su buen carácter (porque no hay mal carácter capaz de forjar una obra de la dimensión histórica que tiene un club deportivo como el Real Madrid) se puso de manifiesto sobre un campo de fútbol y fue el pegamento de una amalgama de personalidades únicas y apasionantes que, además, construyeron un equipo irrepetible. Decir Di Stéfano es decir alegría, la que transmitió a millones de personas que pudieron verle jugar y que, viéndole a él, fueron mejores, más nobles, más buenos y más dichosos. Por todo ello, gracias don Alfredo.