Recuerdo que acerca del fichaje de Cristiano corrieron caudalosos ríos de tinta éticos, aproximadamente los mismos que, de repente, de la noche a la mañana, amanecieron evaporados, deshumedecidos, mustios, ajados con el caso (tanto o más escandaloso que el de Ronaldo puesto que el sueco supuso un estrepitoso fracaso y una ruinosa operación tanto económica como deportiva) de Ibrahimovic. Cosas de la demagogia, supongo, que de todos es sabido que se dedica a irrigar dependiendo del nombre del titular de la acequia: el de una era el Real Madrid y el de otra era, curiosamente, el Fútbol Club Barcelona. Aquellos que pusieron el grito en el cielo por la contratación del portugués se olvidaron después del hambre en el mundo, de la crisis económica, del paro y de tantas y tantas calamidades como asolan a la humanidad desde tiempos inmemoriales.
A otros jugadores les habría pesado la falsaria polémica o los 96 millones de euros invertidos en él, pero Cristiano está hecho de esa pasta con la que se fabrica a los líderes y, desde el primer día, desde el primer partido, desde el primer entrenamiento, asumió los galones sin inmutarse, sin esconderse y sin cambiar, como algo absolutamente natural. Porque, casi también desde el primer minuto de juego, quienes abrieron la presa del populismo sin importarles un comino las posibles consecuencias, no sólo pretendieron amilanar a Cristiano (con la llegada de Mourinho, la operación de acoso y derribo se ha centrado en el entrenador) sino que quisieron travestirle, deformarle, hundirle poniéndole como ejemplo de comportamiento a otros jugadores que simple y llanamente no eran él.
Anoche Cristiano tiró él solito del carro de un partido cuyas ruedas quedaron atascadas en uno de los riscos del estadio Vicente Calderón. Dos acciones suyas, dos misiles tierra-aire FIM-92 Stinger, resolvieron un encuentro que, más incluso que por el rival por la situación, se puso muy difícil con el gol de Falcao que supuso el empate rojiblanco. Cuánto valgan cada uno de esos dos goles de Cristiano si al final el Real Madrid, que tiene un presupuesto de 480 millones de euros, acaba quitándole la Liga al mejor y más publicitado Barcelona de la historia, habrá que calcularlo al final de la temporada. Porque, en un sistema de libre mercado como el nuestro, el precio de los bienes es acordado por el comprador y el vendedor; porque Cristiano rentabiliza con cada uno de sus innumerables goles los 96 millones que se pagaron por él; y porque Messi, que es el ejemplo que insisten tozudamente en que sigamos todos, no cobra decididamente en Mortadelos sino en moneda de curso legal. Y, por cierto, no está nada mal pagado, aunque aquí vuelvan a secarse de nuevo los ríos de tinta éticos y deje de alzarse otra vez la voz al cielo.