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El penúltimo raulista vivo

Así en la tierra como en el MGM Grand Garden de Las Vegas

Séptimo asalto. Las cosas van bien y la pelea está donde quiere Floyd Mayweather. Desde la esquina, Freddie Roach le grita a Pacquiao que tire manos, que avance, que siga adelante, consciente de que un combate largo será perjudicial para su amigo. Porque, después de tantos años, Roach y Manny son bastante más que un preparador y su pupilo. El filipino trata infructuosamente de acabar por la vía rápida y, en su intento por golpear, se descuida y deja un flanco abierto por el que penetra el guante de Money. El golpe es limpio y ha pillado desprevenido a Pacquiao, que se tambalea; gira sobre sí mismo, se trastabilla... pero no cae. Floyd junior sabe que ha dado un golpe definitivo pero el maldito filipino no cae, no cae, no va a caer, nunca va a caer, ese tipo jamás besará la lona...

De repente, Mayweather se despierta en su lujosísima suite del MGM Grand Garden. Va a la nevera, bebe un vaso de agua y mira por la ventana. La noche cerrada en Las Vegas es como un día de sol y playa en Florida. Luces y gente que espera ansiosa a que él cumpla con su deber. Cuarenta y siete veces ha tenido ese sueño y cuarenta y siete veces besó la lona su rival, ¿por qué ahora no?... Se lo dijo a su padre: "No quiero a ese maldito filipino, no le quiero. Sé que soy mejor que él, papá, pero no le quiero. No me cae bien, siempre tan serio, siempre rezando... No le quiero. No pienso subirme a un ring con él. Pelead vosotros. O, mejor aún, pégate tú con Freddie, por eso sí que pagaría la gente". Pero todo el mundo se empeñó y, al final, se vio obligado a decir que sí y a hacer el show. Pero en su sueño no cae el maldito Pacquiao. Y el récord se queda en 47-0 mientras Rocky Marciano se ríe a carcajada limpia.

Nada más llegar a Las Vegas, Pac-Man se recluye en el hotel Mandalay Bay. El recibimiento ha sido tan espectacular que a Freddie no le queda más remedio que exclamar "¡chico, qué lío!, pero... ¿el estadounidense no era él?"... Manny esboza una sonrisa. Es cierto, incluso en los Estados Unidos la gente le pide por favor que tumbe de una vez por todas al bocazas. Ha charlado un rato con Óscar de la Hoya. Y después ha hablado con Joko Widodo, presidente de Indonesia, para pedirle clemencia para la ciudadana filipina Mary Jane Veloso, condenada a muerte por tráfico de drogas. Acaba de ver por televisión cómo su rival aparece rodeado por su habitual guardia pretoriana formada por Alfonso Redic (dos metros y dieciséis centímetros y ciento noventa y ocho kilos), Adam Plant (dos metros y ciento setenta y dos kilos), Pat Walsh (un metro y noventa y siete centímetros y ciento ochenta y un kilos) y Donald Monks (un metro y ochenta y nueve centímetros y ciento dieciocho kilos). "¡Hey, Manny, seguro que te resultaría más difícil tumbar a uno de esos cuatro gordos que a su jefe!", exclama desde el fondo de su habitación alguien de su equipo. "Pues súbete tú al ring con él", responde Pacquiao.

Pacquiao ha repasado una y otra vez, y otra más, los mejores combates de Mayweather. Ante Angel Manfredy, alias Diablo; contra Diego Corrales, a quien tumbó cinco veces; con Arturo Gatti, a quien humilló... Luego De la Hoya, Ricky Hatton... El chico es un bocazas, eso está claro, pero es el mejor boxeador que ha visto jamás, rápido, intuitivo, sagaz sobre el ring, controlador, perspicaz... Más que a un púgil a Manny le parece que vaya a enfrentarse a un cirujano plástico con guantes de boxeo; sus movimientos son quirúrgicos, casi, casi científicos; está claro que la locura de este boxeador es fingida, un artificio con el que trata de desviar la atención para proteger un método que resulta casi perfecto. Ya lo ha hablado con Freddie: si quiere tumbarle tendrá que hacer algo distinto... pero ese también podría ser su talón de Aquiles. Floyd se vuelve a la cama. Cuando era un crío cerraba los ojos y se concentraba en algo que deseaba mucho; ahora cierra los ojos y quiere ver a Pacquiao cayendo... pero el maldito filipino no cae. Pacquiao ya está en Las Vegas. Su llegada ha levantado tanta expectación como la de Ali a Kinshasa o la de Fischer a Reikiavik. Pese a todo, él seguirá teniendo los pies sobre la tierra... aunque el cielo se encuentre a quinientos metros de su hotel.

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