En toda esta historia de las elecciones de la federación española de fútbol podíamos sentir vergüenza del Gobierno o de Angel María Villar, y al final el premiado ha sido el Gobierno. Cuando el pasado 4 de marzo, hace de esto menos de un mes, Jaime Lissavetzky hablaba orgullosamente, cual general George Patton, de los límites de la legislación española, del Estado de derecho y de la soberanía nacional, a lo que se estaba refiriendo exactamente era a un papelito. El 31 de marzo, (ni el 27 ni el 28, el 31, con chulería, apurando la frenada) día en el que prescribía el plazo que podía causar las sieta plagas anunciadas por el relojero suizo, Villar mandó un papelito informando al Consejo de lo aprobado en la asamblea extraordinaria celebrada el 3 de marzo, en la que se acordó el aplazamiento de las elecciones hasta después de la Eurocopa y, salvo morrocotuda sorpresa, la Junta de Garantías Electorales dirá que sí a Villar en aras de eso que han denominado la concordia institucional, término, por cierto, que no aparece recogido en ninguna parte de nuestro ordenamiento jurídico. Así de simple. Un papelito. O un e-mail. O un papiro. Cualquier cosa le valía a Lissavetzky para poner pies en polvorosa.
Cuando Lissavetzky decía que nadie podía estar por encima de la ley y que todas las federaciones eran iguales a los ojos de Zetapé se estaba refiriendo a un papelito informándole de que iba a hacer lo que le saliera del arco del triunfo. Y entonces, ¿dónde residía la polémica? ¿La dignidad del Gobierno de España se compra con un papelito? ¿Podemos saltarnos la ley a la torera enviando un poema a La Moncloa? ¿Es así de sencillo?... Porque yo me sé uno: "Poderoso caballero es Don Dinero. Madre, yo al oro me humillo: él es mi amante y mi amado, pues, de puro enamorado, de continuo anda amarillo; que, pues, doblón o sencillo, hace todo cuanto quiere, poderoso caballero es don Dinero". Cuando Lissavetzky hablaba de transparencia, democracia y fortaleza, y añadía a continuación que él llegaba llorado de casa y que podía caminar con la cabeza bien alta, a lo que se estaba refiriendo era a un simple papelito, acaso una arrugada servilleta con manchas de ketchup, mayonesa y mostaza, un trozo de papel enviado por fax: con eso enjugaba sus lágrimas y satisfacía su orgullo el peor secretario de Estado para el Deporte de la democracia española.
Villar, como decía, ha enviado un papelito en el último minuto del partido, justo cuando el árbitro estaba a punto de indicarles a los jugadores el túnel de los vestuarios. Lo ha hecho con retranca, regodeándose en la historia, gustándose, amparado en el poder de un organismo privado presidido por un pelota en siete idiomas y que, al parecer, está efectivamente por encima de la ley. Villar convocará las elecciones cuando él quiera y le apetezca, y el Gobierno del Reino de España tendrá que comérsela con patatas, envainársela y salir con el rabo entre las piernas. Qué vergüenza. Qué sonrojo. Villar vuelve a ganar y el Gobierno pierde otra vez. Así no verás cumplido tu deseo de acudir como invitado al sanedrín de El Larguero, presidente Zapatero. Arriba, abajo, al centro y... ¡para adentro! Vuelve a por otra, Jaimito.