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El penúltimo raulista vivo

Adriana

Quien tiene una bonita historia que contar tiene ante sí un maravilloso tesoro, que se lo pregunten si no a Sherezade. Por una de esas sorpresas que te da a veces la vida, la historia que les tengo que relatar, y que probablemente oyeran el martes pasado en El Tirachinas, me incluye a mí, aunque yo no sea más que un extra invitado de repente por la auténtica protagonista que no es otra que Adriana. Hace dos años y medio que Adriana, que trabajaba por las noches limpiando en un edificio de Sabadell, rodó escaleras abajo y se golpeó tan fuerte en la cabeza que entró en coma. El golpe, tan violento como un hachazo, le produjo diecinueve coágulos en el cerebro, hasta el punto que los médicos aconsejaron a la familia que perdiera cualquier esperanza de que pudiera salir adelante. Pero el corazón de Adriana, sujeta a la vida por un respirador artificial, se empeñaba en latir. Latía, pues, el corazón de la protagonista de nuestra historia y, aunque pendiendo de un hilo, continuaba llevándoles la contraria a los doctores.

Regresemos al presente, en concreto a un día de finales del mes de julio. Han pasado dos años y medio y Adriana sigue viva y su corazón continúa latiendo. Late tan fuerte que, de repente, despierta y, ante la reacción atónita de su madre y del médico que la trata, pronuncia un nombre desconocido para ellos. El nombre que pronuncia, y aquí entro yo en acción porque así lo quiso ella, es precisamente el mío. Ana, su hermana, empieza a investigar y Adriana la ayuda rápidamente a casar todas las piezas. Resulta que la protagonista de esta increíble historia escuchaba todas las noches El Tirachinas y, aunque los médicos del hospital nunca han visto nada igual, la teoría resuelve que fue a mí a quien escuchó por última vez antes del accidente. La primera vez que tuve noticia de esta historia me pareció mentira y si no fuera porque es verdad me lo seguiría pareciendo.

Ya he contado más de cien veces y más de mil la historia feliz de la increíble Adriana y de ese corazón que se negó a dejar de latir pese a todos los malos augurios. Me veo a mí mismo dentro de treinta años como el juglar sirio Hanna Diab, rodeado de chiquillos con el pelo ensortijado, la cara sucia y la boca abierta, repitiendo, quizá un poquito adornado, (cosas de la edad) el relato de lo sucedido más de un cuarto de siglo antes. Esto es una pequeña locura. La gente está encantada con la historia de Adriana y hasta hay quien nos envía poemas a la Cadena Cope. El otro día le dije que ella es sin lugar a dudas la mejor promoción que puede hacerse de la radio y por supuesto de la vida. Gracias a Dios está bien y eso es lo único que importa. Acaba de cumplir catorce días y le queda una larga vida por delante. Y yo, gracias a un corazón indomable del que no tenía conocimiento hasta hace menos de dos semanas, tengo al fin una gran historia que contar después de veinte años ejerciendo el periodismo. Increíble y cierto a la vez.

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