"Ganar un partido era más importante para la gente que invadir una ciudad del este de Europa". Esas palabras, pronunciadas por Joseph Goebbels, ministro de propaganda de la Alemania Nazi, demuestran la importancia del fútbol durante el III Reich. No sólo el fútbol. Para Hitler y sus camaradas, el deporte era la mejor manera de demostrar la superioridad de la raza aria, y también de proyectar su imagen al exterior.
Desde su llegada al poder, pervirtieron inmediatamente el deporte con la intención de mostrar que eran los más rápidos y los más fuertes en cualquier disciplina. Daba igual las consecuencias que pudiera tener. Había que ser los mejores en cualquier disciplina. Los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 fueron el mayor exponente de este planteamiento.
Uno de los deportes por los que más devoción sentía Hitler era el boxeo. Para el Führer, representaba el mayor ejemplo de fuerza y supremacía, necesitando de potencia física, disciplina y velocidad en la toma de decisiones. "No hay otro deporte que, como este, iguale el espíritu militante, ni que demande una potencia de decisiones rápidas o que le dé al cuerpo la flexibilidad del buen acero", escribiría en Mein Kampf.
Max Schmeling representaba a la perfección el ideal de Hitler. Sobre todo desde que en junio de 1936 se impusiera en el Yankee Stadium de Nueva York al estadounidense Joe Louis, un talento que iba en un ascenso vertiginoso y que, además, era de raza negra. Para Hitler aquella victoria fue la demostración palpable de que su raza era superior, y que su sistema de gobierno era mejor que el estadounidense. Schmeling fue alzado a héroe nacional.
Paralelamente estaba triunfando también en Alemania otro boxeador: Johann Wilhelm Trollmann, más conocido como Rukelie. De un físico escultural, Rukelie poseía un estilo de combate moderno, similar al que años más tarde impondría Muhammad Ali. Veloz, ligero en sus movimientos, agresivo, solía acorralar a sus rivales desde el primer momento hasta encontrar el golpe definitivo.
Durante los años 30 su fama fue creciendo a la par que sus victorias, hasta alcanzar el cénit de su carrera en 1933, cuando se impuso en el combate por el título nacional alemán a Adolf Witt.
Pero Rukelie Trollmann tenía un problema de cara al Führer: era gitano.
Poco después de lograr el título alemán, fue desposeído del mismo por Georg Radamm, presidente de la Asociación de Boxeo Alemana, que decidió anular el combate por motivos irrisorios referentes a su estilo de lucha, o a sus lágrimas tras alcanzar la victoria, impropias, según su teoría, de un campeón nacional alemán.
En un intento de lavar la imagen tras esa decisión, y sobre todo tras las críticas recibidas desde otras federaciones de boxeo, le conceden a Rukelie la oportunidad de luchar de nuevo por el título una semana después ante Gustav Eder. Eso sí, se le imponía una condición: nada de bailecitos sobre el ring. Se debía pelear al estilo nazi, en el centro del ring.
La reacción de Trollmann ante aquella situación fue antológica. La noche del combate ante Gustav Eder subió al ring con el pelo teñido de rubio, y la cara cubierta completamente de harina. La perfecta imagen de la raza aria. Y cuando comienza el combate, decide no moverse del centro del ring, en silencio, encajando los golpes hasta caer derrotado en el quinto round. Un gesto de protesta que quedará para siempre en la historia del deporte. Desde aquel día, no volverá a competir.
Del ring al campo de concentración
Después de aquel combate, la federción alemana no permitió que Rukelie pudiera volver a competir. Para poder sacar algo de dinero se dedicó a exhibiciones circenses.
Ya en 1938, y cumpliendo con las aterradoras leyes raciales de Nuremberg, Trollmann, como sinti que era, fue obligado a la esterilización. En 1938 fue enviado al frente ruso con la Wermacht. Para evitar problemas a su familia, se devorció de su mujer, Olga, que cambió su apellido.
Consiguió regresar del frente en 1941, pero inmediatamente fue deportado al campo de concentración de Neuengamme, cercano a Hamburgo. Ahí volvió a ser boxeador. Pero no a su manera. Los guardias del campamento le obligaban a pelear, pese a estar débil y enfermo. Era usado como un saco de boxeo. Los guardias se vanagloriaban de poder decir "he vencido a Rukelie".
A finales de 1942 será de nuevo trasladado, ahora al campo de Wittenberge. Pero no pudo escapar tampoco ahí de sus combates obligados. Trullmann fue reconocido por un exártibro, ahora guardia, que decidió organizar un combate contra Emil Kornelius, criminal y odiado Kapo (que en el argot es el nombre que recibían los presos que colaboraban con los nazis y hacían de espías internos).No le quedaba más remedio que volver a ponerse los guantes, así que decidió hacerlo lo mejor que podía, dada su lamentable condición física. Rukelie volvió a sentirse por unos momentos como la estrella que fue, y consiguió derrotar a su oponente. El humillado que humilla al humillador.
Pero eso fue demasiado para un devoto nazi: unos días después, Kornelius se toma su venganza asesinando a Trollmann. No se sabe muy bien si de un disparo (Kornelius gozaba de grandes privilegios en el campo) o con una pala. Qué más da. Su muerte se archivó como un accidente. .
Campeón en 2003
No fue hasta 70 años más tarde que la Federación Alemana de Boxeo reconoció el título de Johann ‘Rukelie’ Trollmann de 1933. El cinturón de campeón de Alemania fue entregado a sus descendientes. En 2010 se inauguró un monumento en su honor en el barrio de Kreuzberg, en Berlín. En Hannover actualmente hay una calle con su nombre, y en Hamburgo, frente a lo que fue el gimnasio donde ganó algunas de sus más memorables peleas, hay una placa que lo recuerda. Vilipendiado por la Alemania nazi, el recuerdo de Rukelie Trollmann sigue vivo en el pueblo germano.