
Antes del inicio de la Copa del Rey de baloncesto, prácticamente todos los pronósticos apuntaban a un Barcelona campeón. La tendencia con la que llegaba el equipo de Sarunas Jasikevicius, aspirante a todo esta temporada, lo justificaba sobradamente. Mucho más cuando su gran rival, el Real Madrid, aterrizaba en el torneo con una merma importante por las lesiones de Anthony Randolph y Jeff Taylor y, ni que decir tiene, el poso que dejó la decisión de no fichar cuando Facundo Campazzo abandonó la nave blanca de camino a la NBA.
Parece un hecho que el techo máximo de los blancos ha caído este curso muy especialmente tras la salida del base argentino. El proyecto Laso sigue dotado de un carácter competitivo indiscutible, pero la materia prima es de peor calidad. Cuesta evitar la sensación de que el potencial va en declive mientras la columna vertebral progresivamente se renueva con nombres como Carlos Alocén, Alberto Abalde o Usman Garuba. Enfrente, en el Barcelona, construido a base de talonario el curso pasado y con el hambre por montera tras marcharse del mismo en blanco, la llegada de Sarunas Jasikevicius a su banquillo no ha podido ser más oportuna. Era obvio que el lituano, leyenda culé, iba a tener el crédito suficiente para que perder el primer título del curso, la Supercopa, no generara un ruido excesivo. Con el paso de los meses y una plantilla que es la envidia de prácticamente todo el Viejo Continente, Saras ha creado un equipo al que ahora mismo resulta realmente difícil meterle mano si está al nivel de concentración que debe. Superado el affaire Heurtel, no es arriesgado apuntar que el vestuario muere por su entrenador, la clave donde radica el germen de los equipos campeones. Tras el susto del viernes ante Unicaja, los azulgranas, curados de espantos durante todo el resto del torneo, han arrasado. No hay más.
La final tuvo tan poca historia que el propio Pablo Laso admitió en la rueda de prensa posterior que su equipo prácticamente no estuvo nunca en el partido, ni en el amago de remontada del tercer cuarto, cuando los blancos mostraron dignidad pero con la evidencia de que la victoria era un imposible. A estas alturas del curso existe un abismo entre el potencial y el momento de forma de madrileños y catalanes, y aunque adivinar el futuro es complejo, lo más sensato es pensar que, de no mediar lesiones u otros imponderables en Can Barça, será difícil que se modifique la tendencia en esta campaña.
No se le puede reprochar al Madrid que no lo intentara, en absoluto. Pero sencillamente, no le da ahora mismo. Apostó Pablo Laso de inicio por reservar a Tavares, obligando a Jasikevicius a rehacer su quinteto con menos de un minuto de partido. También sorprendió ver a Llull, habitualmente reserva esta campaña, como el base titular. El técnico vitoriano era consciente de que el nivel competitivo debía ser elevado desde el salto inicial, ante el miura con el que le tocaba lidiar, y se entregó para ello al carácter de su referente espiritual. No sorprendió la defensa de Deck sobre Mirotic, que en ocasiones previas le había dado buen resultado.
Sin embargo, el Barça fue un ciclón. Un parcial de 0-14 en el primer cuarto puso una tierra de por medio que ya nunca menguó realmente. Por mucho que los buenos minutos de Alocén en el segundo cuarto dieran un halo de esperanza a los blancos, la realidad era tozuda. El Barça, con un trabajo defensivo magnífico, piernas frescas y fe ciega, era superior por tamaño en prácticamente cualquier emparejamiento, e incluso más cuando se producían los cambios de asignaciones. La mayor envergadura de Álex Abrines desquició a Carroll hasta un anómalo 0 de 8 para el de Wyoming en tiros de campo, como también hizo Adam Hanga con otros exteriores merengues.
Mención destacada merece el papel de esos dos soldados de Jasikevicius que son Rolands Smitis y Leo Westermann (el lituano sabía lo que hacía cuando le incorporó), capaces de hacer multitud de cambios en la pista trasera. Smitis es tan capaz de enfrentarse a Thompkins como a Causeur, mientras el francés no duda en emparejarse con Alocén o con Deck. Gloria para los ojos del entrenador, aunque sean probablemente los dos jugadores menos vistosos en ataque, si bien el letón también rayó a gran nivel. Fue como si diera la sensación de que en cada emparejamiento, la camiseta azulgrana se hiciera gigante ante la blanca, especialmente en una primera parte donde a los madrileños se les apagó la luz y acumularon pérdidas por estrellarse con el rival, superados por su actividad demoniaca y echando de menos la clarividencia perdida en el movimiento de balón. Hasta Edy Tavares sufrió muchos minutos, bien parado por el ucraniano Pustovyi, aunque en la segunda parte recobró su mejor versión y se mostró tan intimidador como es habitual. En definitiva, la estructura defensiva culé lució a altísimo nivel. Y eso que le falta Víctor Claver. El valenciano, si es capaz de subirse al tren en marcha que ahora mismo es el Barça, subirá otro escalón el nivel de la riqueza táctica en la retaguardia. Mete miedo solo pensarlo.

Tal era la sensación de empequeñecimiento de los anfitriones que Pablo Laso apostó en la segunda parte por invertir la tendencia, pidiendo a Usman Garuba un esfuerzo atroz para defender a toda cancha al base rival. La entrega del de Azuqueca fue tan loable como efectiva, pues a Nick Calathes le costó un buen rato asumirla. Sin embargo, un plan tan arriesgado debía ser secundado por una fe en las opciones propias que el Madrid realmente nunca tuvo, ante la evidencia de los hechos. Cuando el castellano flaqueó y la cabeza privilegiada de Calathes ajustó la situación, la historia volvió a acabarse rápidamente.
No sería justo cerrar este texto sin escribir de Cory Higgins. Dentro de la colosal plantilla azulgrana, el escolta fue el más que merecido MVP. Desde que llegara en 2015 al CSKA de Moscú se ha labrado la justificada fama de ser el mejor escolta del baloncesto europeo si se valora el rendimiento en los dos lados de la cancha. El californiano es un tipo inteligentísimo tácticamente, intuitivo en defensa y dominador del arte de anotar, ya sea desde el perímetro, la media distancia o la penetración. El curso pasado no se vio su mejor versión en Barcelona, aquejado de problemas físicos y sumido en una dinámica colectiva de menor convencimiento que la que ha generado Jasikevicius. Ahora, sin embargo, vuelve a rayar a su mejor nivel y ha sido un tormento para todos en esta Copa. Desde su perfil bajo ha sido el indiscutible MVP, con 19 puntos de media y altísimos porcentajes (64% en tiros de dos, 43% en triples y 92% en libres), siendo tan eficaz en la defensa como el que más.
La final de Copa fue, en el fondo, una cuestión de tamaño. El que separaba a unos y otros en cada emparejamiento defensivo fue la mejor metáfora de la realidad que hoy aleja el potencial de ambas plantillas.