Era el minuto 37 de la primera semifinal de la Copa del Rey 2017 cuando Adam Hanga, con un triple que prolongaba una racha descomunal desde el perímetro de su equipo, iniciada por Shane Larkin y Rodrigue Beaubois, encarrilaba en buena medida el paso a la final del Baskonia, ante el delirio de las 15.465 personas que abarrotaban el Buesa Arena, en la mejor entrada de la historia de la competición.
Poco antes, en el 33, Valencia Basket, tras un mate de Slava Kravtsov, establece doce puntos de ventaja (56-68) ante un Fútbol Club Barcelona al que se le aparecen todos los fantasmas de la que va camino de certificarse como una de las peores temporadas de su historia. El parcial en ese momento favorable a los taronja en la segunda parte (17-40) saca los colores a los culés.
Todo se encamina, pues, a una final entre vitorianos y valencianos. Pero, ¿Qué ocurre entonces? Aparece uno de los conceptos más inexplicables de ese universo maravilloso que es el mundo del deporte.
Aparece el miedo a ganar.
¿Por qué un equipo que está jugando un baloncesto de buen nivel, que está siendo superior a su rival, o que está acertadísimo desde el exterior, de repente empieza a parecer un grupo de infantiles sin orden ni concierto, durante un periodo de tiempo que puede ser más o menos largo en función de la respuesta del rival? Es una pregunta a la que se da difícil respuesta, pero es un concepto del que nadie puede negar su existencia. Especialmente cuando se está gestando una sorpresa, cuando es el teóricamente peor equipo el que gana, las mentes se bloquean, la ambición de convierte en conservadurismo, y las muñecas, y más aún las cabezas, tiemblan como flanes durante unos minutos. Llegados a ese punto, es la respuesta del rival la que determina el devenir del encuentro.
¿Qué ocurre en los siguientes ataques baskonistas tras el triple de Hanga en la primera semifinal? En el primero, Shane Larkin se resbala. Pérdida de balón. En el siguiente, Johannes Voigtmann da un mal pase que roba la defensa blanca. Pérdida de balón. Aún quedará un tercero, en el que de nuevo el teutón manda la pelota directamente fuera sin motivo aparente, en un déjà vu del inolvidable saque de fondo de Tiago Splitter en la famosa liga del triple de Herreros. Tres ataques sin tan siquiera lanzar a canasta en el momento crucial del juego. Mientras, enfrente empieza a emerger un ingente animal competitivo, que estaba tocado pero no hundido tras el triple de Hanga. Pablo Laso recurre a Chapu Nocioni tras 37 minutos calentando banquillo, consciente de que el de Santa Fe es el único jugador de su plantilla que puede responderle en esas circunstancias desde el primer segundo en que salta a la pista.
Por otra parte, Sergio Llull, no especialmente acertado en el partido hasta ese momento, asume la responsabilidad ofensiva de su equipo, superado por el acierto vasco, y se decide a volver a demostrar por qué es hoy día uno de los jugadores más determinantes de Europa. Todo lo que había fallado hasta ese momento, se convierte en acierto. Justo cuando más quema el balón. Así, mientras a Baskonia se le ha olvidado jugar, como si pareciera empeñado en darle a su rival una vida extra, Nocioni roba dos balones determinantes, y Llull anota siete puntos, que unidos a un triple de ese arácnido témpano de hielo que es Anthony Randolph, llevan el partido a una prórroga que asesta un varapalo al corazón de la afición local. Baskonia, herido de muerte por la oportunidad dejada escapar, aún regala tres balones más en los cinco minutos extras, por medio de Larkin, Hanga, y Voigtmann. Y ahí el Madrid, que ya ha olido la sangre, y en el que Ayón emerge recordando al MVP de la pasada Copa, ya no da oportunidad a los locales. El enorme carácter ganador de la plantilla de Laso y, por qué no decirlo, su ingente corazón, hacen el resto.
Sin embargo, ¿Qué sucede en el otro partido? Efectivamente, tras el mate de Kravtsov, Valencia decide que ha llegado ese momento en el que hay que controlar el partido para `guardar el marcador´, y que suele significar en muchos casos dejar de jugar colectivamente con casi el único objetivo de que pase el tiempo. En su primer ataque, Guillem Vives abusa del bote mientras corre el reloj para que el balón termine llegando a San Emeterio tras un solo pase, finalizando el cántabro con un lanzamiento lejano y punteado con pocas opciones de éxito, ahogado por el reloj de posesión. Los posteriores avances al aro del Barça son un mal tiro de Sastre y una pérdida de Sikma, mientras el runrún empieza a generarse en la grada, consciente de lo que está pasando en el parqué. Más tarde, aún llegaran otros ataques de calidad colectiva cuestionable, que terminan todos en triples, lo que suele ocurrir cuando se juega a aguantar el tanteo, pero ni Vives, ni Dubljevic ni Martínez logran anotar.
Enfrente, este incomprensible Barcelona de Giorgios Bartzokas, equipo con escasa alma, sensación de poca cohesión interna, y con una alarmante falta de liderazgo en la cancha, con Tyrese Rice haciendo cada vez más la guerra por su cuenta, tan sólo es capaz de ponerse a cinco en los más de tres minutos en que los valencianos, presas bien del pánico, bien de un excesivo conservadurismo, no anotan ni un tanto. En ese lapso de tiempo, el jugador con más protagonismo en el ataque azulgrana es Xavier Munford, un base de medio pelo recién llegado a la disciplina azulgrana. Ver para creer. Así que, Valencia Basket, cohibido en esos minutos, pero no obstante un equipo más que capaz de hacer las cosas bien, agradece como agua de mayo la entrada de Sam Van Rossom. Cuando el belga, con menos corsé que Guillem Vives, penetra para poner el 63-70 a tres minutos del final, de repente el miedo escénico desaparece de un plumazo. El Barça ayuda, obvio, pues sigue jugando igual de mal, pero en el siguiente ataque de los de Pedro Martínez ya hay un buen balón interior a Dubljevic, que anota al poste y encarrila la quinta final en la historia levantina. A partir de ahí, el miedo ya no existe para Valencia, mientras el Barça se descompone definitivamente.
Bien es cierto que ambas semifinales fueron partidos muy distintos, tanto en ambiente en la grada, como en ritmo de juego y acierto ofensivo, pero desde luego en las dos apareció la figura del miedo a ganar. La diferencia, pues es sencilla, y es la que marca el abismo entre los actuales Real Madrid y Barcelona. Mientras unos se creen capaces de hacer cualquier cosa por difícil que parezca, merced a la tremenda capacidad competitiva de algunos de sus sospechosos habituales en los minutos finales de partidos igualados, los otros son ahora mismo un grupo de jugadores con altísimos salarios que dista mucho del concepto de equipo bien hecho, y que actualmente se maneja sin rumbo ni patrón alguno, en una caída libre que, de momento, no ha tocado a su fin, para desazón de sus aficionados. Porque no, el problema no es solo Navarro, como se ha demostrado en su ausencia. El problema es que este Barça, a día de hoy, no está para nada. Ni cuando el rival flaquea.