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Jason McElwain, una increíble historia de superación en una cancha de baloncesto

"Yo veo el autismo como el muro de Berlín y Jason lo ha roto", declaraba, emocionada, su madre instantes después.

1 de octubre de 1987. Nace en Rochester, Nueva York, Jason McElwain. Casi desde el primer día presenta problemas en el desarrollo; le cuesta mucho relacionarse con su entorno, tiene conductas inusuales, y hasta los cinco años no comienza a hablar. Efectivamente, padece autismo.

Por eso, para él el hecho de convertirse en el delegado del equipo de baloncesto de su instituto, el Greece Athena High School, ya era todo un premio. Le permitía de alguna manera seguir enrolado a su gran pasión, y poco le importaba que durante tres años se dedicara exclusivamente a ayudar a entrenadores y jugadores; preparar las toallas y las bebidas; siempre pendiente de las fichas o de las estadísticas del equipo; siempre presto para ayudar en el entrenamiento si hacía falta un jugador. Siempre puntual en todos los entrenos y partidos. Con eso, McElwain era feliz. Se sentía parte del equipo, aún sin jugar.

Ese mismo trabajo cada día durante tres años. Hasta que, en el último partido y a petición de los propios jugadores, sus compañeros, el entrenador Johnson decidió darle unos minutos en pista. Concretamente, los últimos cuatro. Un premio a sus tres serviciales años, en el último día de su vida dentro de un equipo de baloncesto.

Nadie podía creerlo

La ovación cuando entró en la cancha, con el número 52 en su camiseta y una cinta en el pelo, fue atronadora. Compañeros, rivales y aficionados rompieron en unos aplausos más que merecidos. Faltaban cuatro minutos de partido. Nadie, absolutamente nadie, podía esperar lo que estaba a punto de acontecer.

Al primer balón que recibió no se lo pensó: intentó un triple que no tocó ni aro. Daba igual, era su momento, su sueño, la ilusión de toda una vida rodeada de complicaciones, y nadie iba a arrebatárselo. Por eso, al siguiente balón que tocó, volvió a tirar. De tres. Y encestó. Los jugadores saltando al unísono para celebrarlo. Gritos en la grada. También lágrimas. El sueño no era un sueño, era una realidad. Y qué bonita.

Pero para McElwain eso no iba a terminar ahí. Qué va. En la siguiente jugada volvió a jugarse otro triple, y volvió a entrar. Y pocos segundos después, otro más. Tres en menos de un minuto. Sus compañeros estaban en éxtasis. Los aficionados tenían que frotarse los ojos para creer lo que estaban viendo.

McElwain seguía igual. Otro triple. Ya van cuatro. La grada comenzó a corear su nombre. Por unos minutos, era el ídolo, el jugador que siempre quiso ser y por fin estaba siendo. El baloncesto le estaba devolviendo todo lo que él le había dado. Y qué ‘gustazo’.

Mientras la emoción no paraba de crecer, McElwain, como tocado por un don divino, no paraba de anotar. Otro triple. Y una canasta de dos. Y otro triple. Increíble. 20 puntos en cuatro minutos. Nada mal para un chico autista que jugaba sus primeros minutos de baloncesto escolar en su vida.

En cuanto terminó el choque todos, jugadores, rivales, entrenadores y directivos, se fueron corriendo hacia él. Todos querían felicitarle. Todos querían abrazarle. Emocionado, de repente se vio subido a los hombros de un compañero, de un amigo, y dando la vuelta al pabellón, mientras todos rompían en abrazos. No pudo contener las lágrimas. Pero esta vez eran de alegría, de orgullo. El silencioso niño con tantos problemas para relacionarse era de repente un héroe.

Sentirse normal, uno más

Al día siguiente, era la estrella en todos los medios, todas las televisiones, todo el planeta. Todos querían contar la historia, una historia de superación, y de cómo a pesar de las adversidades, los sueños se pueden cumplir. Están para cumplirse. Debbie, su madre, relató mejor qué nadie qué se sentía en aquellos momentos. Dónde estaba el alcanza de aquella hazaña. "Yo veo el autismo como el muro de Berlín y Jason lo ha roto".

Tras ese fulgurante e imborrable éxito, no volvió a jugar a baloncesto. Actualmente, compatibiliza sus estudios con un trabajo a media jornada en un mercado de alimentos, y colabora en la recaudación de fondos para la investigación del autismo, mediante charlas y conferencias en Estados Unidos. Contando su historia de superación, y de sentirse integrado en un equipo de baloncesto escolar.

Pero cuando McElwain cuenta su historia, su cuento, no resalta que fuera un partido apoteósico, ni que hubiera metido seis triples seguidos. Ni siquiera presume de haber recibido el premio que la ESPN concede al mejor momento deportivo del año, o de compartir homenajes desde entonces con personalidades como Magic Johnson. Para el joven autista, lo mejor de aquel día, de aquel emotivo día, fue que, por un momento y para siempre, es uno más.

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