El secreto estaba guardado a cal y canto, y una vez consumado, se entendió el porqué. Por primera vez, no hubo un pebetero; hubo 204. Concretamente, el número de delegaciones olímpicas que se han citado en Londres. Cada una de ellas fue dejando un pequeño pebetero en el centro y, en el momento de llegar la antorcha al Estadio Olímpico, se encendieron a la vez para terminar uniéndose en uno solo.
En realidad todo el proceso de la llegada de la antorcha fue emotivo. Primero la desplazó una lancha por el Támesis, con David Beckham a la cabeza. Steve Redrave, el mejor atleta olímpico de la historia de Inglaterra, fue el encargado de introducirla en el Estadio. Una vez allí, siete jóvenes, encargados de representar el modelo para las futuras generaciones, dieron la vuelta para terminar encendiendo los 204 pebeteros pequeños que, uno a uno, habían dejado todos los países participantes en esta edición de los Juegos.
En cuanto todos estuvieron encendidos, mediante un dispositivo electrónico, se elevaron hasta terminar formando una única pieza, el pebetero de Londres 2012. No sólo era una innovación. Era todo un símbolo. El de la unión de todo el planeta en torno al fuego olímpico, aquel que nunca se apaga.
Todo el estadio, sorprendido y conmocionado, explotó de alegría e ilusión. Los Juegos acababan de arrancar. Y de qué manera.