Antes de entrar en faena me gustaría decir que desde hace tiempo, en especial durante este primer año sin Severiano Ballesteros, son muchos los que me han preguntado por qué no escribo un libro animándome a hacerlo, aunque no es esa mi intención. Me siento una privilegiada por haber compartido con Seve y con los jugadores españoles –también algunos extranjeros– conversaciones, viajes, confidencias, triunfos, derrotas... pero hay muchas cosas que nunca contaré, por lo que el libro quedaría incompleto. No, no voy a escribir un libro.
Empecé a trabajar en el mundo del golf –al que accedí por casualidad– al mismo tiempo que Seve. El Open de España de 1974 en La Manga fue nuestro primer torneo del Circuito Europeo. Manolo Ballesteros, a quien había conocido unos meses antes en un Pro-Am, fue quien nos presentó. "Este chavalín", me dijo Manolo, "es mi hermano pequeño". "Cuídale y estate atenta porque, si no me equivoco, será un gran jugador". El tiempo le dio la razón. De su mano y con la ayuda del doctor César Campuzano, Seve emprendió su carrera.
Entonces nadie hablaba de golf en España. Seve empezó a ganar títulos por todo el mundo y yo a contar a la prensa lo bueno que era y lo mucho que significaban sus triunfos, que aquí apenas se valoraban. Nos hicimos muy amigos.
Seve era un luchador nato y con frecuencia me decía: "María Acacia, las cosas tienen que cambiar, no hay nada imposible". Y vaya si las cambió. En España nos hizo descubrir el golf, un deporte que en aquella época sólo practicaban 9.000 personas, y el Circuito Europeo creció en pruebas, patrocinadores, montante en premios, repercusión y espectadores, que seguían a un joven españolito que jugaba como nadie lo había hecho hasta entonces, desplegando un golf espectacular e imaginativo y dando golpes que nadie habría soñado.
Pero, sobre todo, Seve cambió el rumbo de la Ryder Cup. En 1977, Jack Nicklaus, número uno del mundo, cansado y aburrido de derrotar a los británicos tanto en su casa como en Estados Unidos, aconsejó a los regidores de la PGA que incluyesen en el equipo a los jugadores continentales que dominaban en Europa o la Ryder Cup terminaría por desaparecer. En 1979, Antonio Garrido y Severiano Ballesteros entraron a formar parte del equipo europeo, alcanzando la Ryder una nueva dimensión.
Junto a Seve compartí incontables ruedas de prensa: interesantes, instructivas, amenas, divertidas e incluso muy tensas. Cuando llegaba a la sala de entrevistas sonriente, contento y satisfecho, el espectáculo estaba asegurado. Si, por el contrario, aparecía enfadado, furioso o inmerso en una de sus múltiples batallas, yo sabía que los titulares darían la vuelta al mundo. Cuando entraba en el centro de prensa con unos folios en la mano, me echaba a temblar. No los escribía él. Leía lo que otros pensaban, atacando a diestro y siniestro.
Compartimos muchísimos almuerzos y cenas, y mantuvimos larguísimas conversaciones. Pasábamos tres o cuatro horas seguidas sin parar de hablar de todo –la familia, sus compañeros, sus luchas con los distintos circuitos...– y, con frecuencia, yo le decía lo que él no quería oír.
Hicimos varios viajes juntos, pero hubo dos que nunca olvidaré: uno maravilloso en helicóptero en abril del 97, sobrevolando toda la costa del Algarve a Valderrama –para preparar el campo de cara a la Ryder Cup–, con vistas espectaculares del Coto de Doñana y las desembocaduras de los ríos Guadiana y Guadalquivir; y un vuelo de Madrid a Málaga en enero del 99 para asistir al homenaje a Miguel Ángel Jiménez, por la deferencia que tuvo conmigo: dejó su asiento de primera clase y, ante la atónita mirada de la azafata, que no podía creer lo que veía, Seve pasó todo el vuelo charlando a mi lado en turista.
Conmigo tuvo otros detalles muy entrañables: fue cómplice cuando los periodistas me hicieron un homenaje por mis 25 años, durante el Open de España 99 en El Prat; y en el verano del 87, cuando viajé a Estados Unidos con mi madre y dos hermanos, nos ofreció una casa que tenía en Doral (Florida).
Conocí a casi todas sus amigas y novias. Y, cómo no, a Carmen Botín, una mujer maravillosa que renunció a su vida por formar una familia junto a él. Siempre me hablaba con mucho respeto y admiración de su suegro, Emilio Botín, y con mucho cariño de Carmen, con quien tuvo tres hijos: Javier, Miguel y Carmen. Seve fue feliz cuando nacieron. Era un padre muy orgulloso, adoraba a sus niños y se le caía la baba cuando Carmencita le llamaba Papote. Siempre decía que le gustaría que sus hijos estudiasen, lo que él no pudo hacer, y, sobre todo, que fuesen buenas personas. Para él, eso era esencial.
Fui testigo de muchos de sus 93 triunfos, tres de los cuales tuvieron un significado especial. En diciembre del 85 se jugaba el Campeonato de España en Pedreña y terminó empatado con Olazábal. Salieron a play-off y, volviendo a la casa club, me dijo: "Vaya con el chavalín, por poco me gana". Dos años después, Seve y el "chavalín" jugaban juntos su primera Ryder Cup y fueron grandes amigos.
En el Volvo PGA del 91, Seve y Colin Montgomerie acabaron igualados. Carmen, que estaba con Javier –todavía no había cumplido un año–, fue corriendo a dejarle al comedor de jugadores para seguir conmigo el play-off. En el hoyo 1 de Wentworth nos emocionamos al comprobar que el público, cien por cien británico, prefería que ganase Seve. Aquella victoria fue muy importante, ya que desde hacía meses se comentaba con insistencia que el matrimonio acabaría con su carrera, al igual que con otros deportistas de elite. En 1991, para entonces casado y con un hijo, Seve fue número uno de Europa.
En el 95 ganó el Open de España en el Club de Campo Villa de Madrid. Nunca olvidaré la imagen del público subiendo la calle del hoyo 18 y el green abarrotado de gente. Terminó a lo grande, brindando el birdie a todos los que le habían seguido y animado. Seve fue aquel día el hombre más feliz del mundo. Volvía a ganar después de unos meses frustrantes durante los que se agravaron sus dolores de espalda.
Con Seve compartí cinco ediciones de la Ryder Cup. George O'Grady, director ejecutivo del Circuito Europeo, me pidió formar parte del gabinete de prensa en el 89 en The Belfry, donde tuve el privilegio de pasar mucho tiempo en el team room, sancta sanctorum del equipo europeo. Yo salía al campo a tomar declaraciones a los jugadores y fue cuando Chema pronunció aquella famosa frase: "Cuando Seve pone el turbo, ni San Pedro en el Cielo es capaz de pararle". Al día siguiente, fue titular en los medios británicos. La Ryder Cup terminó en empate por segunda vez en la historia y Europa retuvo el trofeo conquistado en la edición anterior.
En el 91 se jugó en Kiawah Island la denominada batalla en la orilla, y empezó mal desde la ceremonia de inauguración. Dave Stockton no introdujo a los doce estadounidenses enumerando sus triunfos, como hizo Bernard Gallacher con los europeos, sino utilizando los millones de dólares como único logro, lo cual nos pareció una falta de educación. Estados Unidos ganó por un punto. Los europeos se reunieron tras la ceremonia de clausura y Bernhard Langer, que falló el putt para ganar su partido y empatar la Ryder, lloraba desconsolado sintiéndose culpable. Olazábal se aferraba a la mano de su madre; Faldo, Woosnam... todos lloraban. Seve, abrazado a Carmen, consolaba a Langer: "Bernhard, no has sido sólo tú, la hemos perdido entre todos". Aquella imagen que viví en el team room jamás la olvidaré: doce hombres unidos llorando como niños.
La Ryder Cup del 93 en The Belfry se saldó con la victoria de Estados Unidos, siendo para mí la más descafeinada. El sábado por la tarde, Seve, acatarrado y sin su mejor juego, pidió al capitán que le dejase descansar. Era la primera vez que aquello sucedía desde que entró a formar parte del equipo en el 79.
En el 95 viajé con el equipo a Estados Unidos y ganaron los nuestros. Europa no contaba en las apuestas. Éramos los perdedores. Gallacher tenía fama de gafe y, por primera vez desde el 87, Olazábal no formaba la pareja imbatible junto a su amigo por problemas de salud. A pesar de todo, los europeos, que siempre habían perdido los individuales en América, ganaron siete partidos y empataron uno para llevarse el trofeo. Seve estuvo genial en la rueda de prensa: "He limpiado el bosque de ramas para que los socios no busquen bolas, me lo agradecerán". Y Bernard Gallacher respondió: "Tú has hecho tanto por la Ryder Cup que ésta la hemos ganado los demás por ti. Te dedicamos la victoria".
La edición del 97 será siempre recordada como la Ryder Cup de Seve. Era la primera vez que salía de las Islas Británicas. La madrugada del jueves, el cielo descargó sobre Valderrama toda el agua que no había caído en Andalucía en varios meses. El equipo de mantenimiento, con Jaime Ortiz-Patiño a la cabeza, y el fantástico sistema de drenaje del campo permitieron que la competición se disputase. Con retraso, pero se disputó.
Seve se encargó de todo, de la preparación del campo, la elección de uniformes, los menús... durante la semana era omnipresente: animaba en un hoyo, aconsejaba en otro, llevaba agua, corría de un lado a otro en su buggy y parecía estar a la vez en los 18 hoyos de Valderrama.
Hubo momentos memorables que jamás olvidaré: cuando fuimos al vestuario a animar a Costantino Rocca ante su partido contra Tiger Woods, que por supuesto ganó. O cuando Olazábal rompió a llorar en la rueda de prensa tras la victoria, muy especial para él, pues un año antes apenas podía andar.
Aquella fue, sin duda, la semana más intensa de la vida de Seve y en la Ryder, era más Seve que nunca.
Fueron, en definitiva, muchísimos los momentos que viví con Seve durante 28 años y que me enorgullece poder contar en Libertad Digital gracias a la oportunidad que me brinda Agustín Olalla. Los grandes, y no tan grandes, momentos junto al campeón y, sobre todo, junto al amigo.
* María Acacia López-Bachiller es jefa de prensa del Circuito Europeo de golf en España.