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Bucarest se prepara para la gran marea rojiblanca

Unos 20.000 aficionados del Atlético y el Athletic se darán cita en la capital rumana, donde el miércoles se juega la final de la Liga Europa.

Imagen del imponente Nacional Arena de Bucarest, escenario de la final. | EFE

Buen tiempo, perros callejeros, baches en las calles, las terrazas y discotecas del vibrante centro histórico de Bucarest, inmensos parques y muchas zonas verdes y una ciudad volcada con su primera final europea.

Son algunas de las cosas que podrán contemplar los cerca de 20.000 aficionados rojiblancos, del Atlético de Madrid y el Athletic de Bilbao, en la capital rumana, donde el miércoles se jugará la final de la Liga Europa en el estadio Nacional Arena. Los dos conjuntos se miden por primera vez en una competición de clubes de la UEFA.

Con unas 55.000 localidades, que pueden ampliarse a 63.000, y construido según el modelo del coliseo del Colonia alemán –con un techo totalmente retráctil–, el recinto fue inaugurado en septiembre del año pasado. Sobre su césped, que debió ser cambiado tras quedar hecho un patatal en el Rumanía-Francia de inauguración, han disputado con escasa fortuna sus partidos europeos el Otelul Galati, el Steaua y el Rapid de Bucarest.

Por eso, los bucarestinos esperan ahora impacientes un partido de gala que haga justicia al escenario, sobre todo porque los protagonistas de la final son dos históricos del fútbol que en 2010 llegó a su cúspide con la conquista de la Copa del Mundo.

Las calles de la capital rumana, que fue residencia en el siglo XV de Vlad III, El Empalador, personaje que inspiró a Bram Stoker para crear a Drácula, están adornadas con grandes carteles de la UEFA con la imagen del trofeo, que pesa 15 kilos y fue diseñado en un taller de Milán, el nombre de los dos equipos y la fecha y la hora del partido.

Lo aguardan los fanáticos al fútbol, pero también quienes esperan hacer negocio y los curiosos, que son muchos en esta caótica ciudad de dos millones de habitantes, castigada por un cierto incivismo, la drástica remodelación comunista y la mala gestión, pero ávida de reconocimiento internacional en recuerdo de la época, finales de los años 30, en que se la denominaba como la pequeña París.

Conocido popularmente como Lipscani –por la calle que atraviesa el barrio–, el casco viejo bucarestino ha experimentado en los últimos años un auténtico boom que lo convierte para muchas publicaciones de turismo en una de las zonas con más marcha del continente. Decenas de bares y discotecas han ocupado prácticamente todos los bajos de sus calles, que hace menos de una década apenas albergaban algunas tabernas de estudiantes y borrachines, y hacían las delicias de los viajeros románticos.

Las inversiones hosteleras han cambiado la cara a los edificios históricos de Lipscani. Pero a veces es un espejismo, ya que las fachadas grises y desconchadas siguen siendo la tónica habitual sobre las plantas bajas perfectamente remodeladas que ocupan los locales de moda. En el centro de una ciudad de contrastes, como gusta escribir a las guías, el distrito que no duerme mezcla sin estridencias a extranjeros, alternativos, vagabundos, pijos y gente guapa, y niños gitanos que venden flores.

Allí, y en los bares populares de la zona del estadio, los aficionados españoles podrán probar los famosos mici, una especie de albóndigas de carne de cerdo asada y muy condimentada que los rumanos comen acompañados de cerveza en todas sus celebraciones. También podrán admirar mercados, iglesias, galerías de arte, tiendas de antigüedades y las ruinas del palacio medieval de los príncipes de Valaquia, casa de la que procedía Vlad III.

Si Lipscani es el sitio perfecto para la víspera y las celebraciones, la hierba del vastísimo parque de Herastrau parece una buena opción para el descanso. A orillas del gran lago del mismo nombre y lleno de sombras, Herastrau es uno de los pocos lugares para escapar del calor sofocante y la agitación de una ciudad fascinante y difícil de descubrir, que ha acabado haciendo de sus defectos buena parte de su atractivo turístico.

Las marañas imposibles de cables en las farolas, las aceras llenas de coches aparcados y los despropósitos urbanísticos son objetivos habitual de las cámaras de los viajeros. Como las espléndidas villas del siglo XIX, de inspiración francesa y oriental, que se caen a pedazos y despiertan la melancolía de todos los visitantes, con la mente puesta en qué bonita podría ser y debió de haber sido esta ciudad.

Y como los miles de perros de la calle que duermen al sol y cruzan con los peatones los semáforos, que están lejos de ser el enorme peligro que anuncian algunos cronistas y tienen una relación entrañable con muchos bucarestinos.

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