La medalla de bronce que terminó en suicidio
Kokichi Tsuburaya fue entrenado para lograr el oro después del podio de Pekín'64, pero la presión y la exigencia terminaron con su vida.
El 9 de enero de 1968 fue encontrado muerto en Fukushima el japonés Kokichi. El atleta maratoniano era todo un ídolo en su país, sobre todo después de haber logrado la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Tokio'64. Sin embargo, decidió que su vida ya no tenía sentido. "No puedo correr más", rezaba una nota junto a su cuerpo inerte. Se había cortado la arteria carótida externa.
Kokichi Tsuburaya había nacido en Sukagawa (Fukushima) el 13 de mayo de 1940. A diferencia de lo que suele ser habitual, comenzó a prepararse para el maratón desde bien joven. Concretamente a los 19 años, justo cuando se alistó en las Fuerzas de Autodefensa de Japón en 1959, el mismo año en el que Tokio fue designada como sede para los Juegos Olímpicos de 1964.
Aquello provocó que su entrenamiento, como el de muchos de sus compatriotas, se intensificara aún más. Los japoneses querían dar al mundo entero una imagen de recuperación absoluta tras una durísima posguerra y, como ha sucedido en tantas ocasiones, un evento como los Juegos Olímpicos era el perfecto escaparate para ello.
La gran cita llegó el 21 de octubre de 1964. Era el maratón, la prueba reina por antonomasia. Pese a que se había entrenado duro y tenía cualidades para ello, la medalla para Kokichi sonaba casi a utopía. Porque Japón llevaba 28 años sin lograr una presea en atletismo, y porque en la carrera iban a participar Abebe Bikilia –que cuatro años antes se había convertido en el rey del mundo del atletismo–, Basil Heatley, plusmarquista mundial, el también británico Brian Kilby o Buddy Edelen, que era quien llegaba más en forma.
Precisamente Bikila, ahora sí con zapatillas, fue el vencedor de la prueba. Pero eso poco importó al público nipón, que enloqueció con su representante. Kokichi entró en el estadio en segundo lugar. Pero justo después también entró Heatley. A falta de 200 metros lo adelantó. El británico lanzó un ataque final al que el japonés no pudo responder. Pero daba igual. Toda la grada estalló en un grito: "Japón, Japón, Japón". Pese a que Kokichi se retiraba cabizbajo, ya se había convertido en todo un ídolo en su país.
Una presión extrema
Pero aquel día fue también el inicio de su mayor pesadilla. El Gobierno japonés vio en Tsuburaya el atleta perfecto para conquistar el oro en los próximos Juegos Olímpicos de México'68, toda una reivindicación para el atletismo japonés y para el propio país.
Desde el primer día, la Junta Militar de las Fuerzas de Autodefensa le preparó un espartano plan de entrenamiento que duraría cuatro años, con un único objetivo: la victoria. Kokichi obedeció sin protestar. Incluso cuando le prohibieron que en todo aquel tiempo viese a su novia y a su familia. No se podía hacer otra cosa ante una orden superior. Así que aceptó.
Todo transcurría bajo el guión previsto. A los durísimos entrenamientos, Kokichi aportaba su ilusión por lograr el oro. La misma ilusión que sintió desde el momento en el que Heatley le había adelantado en la recta final. Pero tan insoportable fue la carga de trabajo que, en 1967, el atleta japonés se rompió. Sufrió varias lesiones e, incluso, una dolorosa lumbalgia aguda que le hizo estar ingresado durante tres meses.
Nada más salir del hospital decidió reanudar la preparación. Pero algo no iba bien. Kokichi Tsuburaya se dio cuenta de que ya no era el mismo, que su cuerpo, ante el largo parón y las graves molestias, había sufrido cambios importantes. Y entonces tuvo un pensamiento estremecedor: no iba a poder ganar la carrera. La misión de sus superiores; la ilusión de todo un pueblo, que le adoraba como a un dios; el anhelo del atleta durante cuatro años, no iba a poder ser correspondido. Y se hundió.
Nadie podía imaginarse lo que iba a suceder aquella mañana del 8 de enero. El equipo japonés, que se encontraba entrenando cerca de Saitama para los Juegos que iban a disputarse nueve meses después, reparó en la ausencia de Kokichi. Era algo extraño, dada la disciplina a la que estaban sometidos. Así que algunos de ellos decidieron ir a visitarlo a su casa.
Lo que se encontraron allí fue desgarrador. Kokichi Tsuburaya yacía muerto sobre su cama. Se había seccionado la artería carótida externa, y se había desangrado. En una de las manos tenía la medalla que había logrado en Tokio. Junto a él, una nota que resumía el motivo: "No puedo correr más". Fiel a la cultura japonesa, había optado por el harakiri.
La presión de sus superiores, el clamor popular y la consciencia de que no iba a poder ganar una carrera para la que todos le habían preparado con el único objetivo de la victoria, terminaron con él. Nunca una medalla olímpica había desembocado en tan funesto desenlace.
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