A José Antonio Morante de la Puebla, como a España, se le quiere con razón y sin ella. En las tardes de triunfo, pero también en las de petardazo por todo lo alto, que es otra forma de engrandecer un espectáculo en el que conviven todas las dualidades imaginables. Además, las broncas más estruendosas solo las provocan los genios de la tauromaquia, porque su grandeza exige que, cuando se produce el escándalo, éste ha de ser también monumental.
Morante se confiesa fiel seguidor de Gallito, pero es más como el Gallo, el gran Rafael, hermano del Rey de los Toreros y personaje irrepetible de la tauromaquia, capaz de poner Madrid patas arriba con una media verónica y diez minutos después acabar detenido tras abandonar la lidia y huir aterrorizado, porque ha visto un tuerto en el tendido y le ha dado mal fario. Mucho más cerca en el tiempo, Curro Romero salió escoltado de Las Ventas por la Guardia Civil tras negarse a matar un toro, en medio de un tumulto que no dejó ni una sola almohadilla en los tendidos. Pasó la noche en el calabozo y al día siguiente volvió a la misma plaza, cortó dos orejas y salió por la Puerta Grande. Morante es mucho más solvente, como torero que sabe lidiar cuando sale una alimaña, pero la exigencia del público a los genios desemboca en no pocas ocasiones en estos episodios que también engrandecen, a su manera, la Fiesta Nacional.
El genio de la Puebla no necesita fajarse con ganaderías duras, pero ahí lo tenemos, anunciado nada menos que con una corrida de Miura, hierro que evitan meticulosamente todas las figuras porque están mucho más cómodas con el monoencaste. Sebastián Castella fue el último diestro de la cima del escalafón que mató en Sevilla la de Miura y cuenta que no pasó más miedo en su vida. No hacía falta que lo dijera; se le veía en la cara ya antes del paseíllo. Valeroso como pocos, despachó a sus dos fieras con eficacia y poco después se retiró con la satisfacción del deber cumplido.
Morante con los toros de Miura es una incógnita con solo dos resultados posibles: o una tarde para la historia de la tauromaquia o un petardazo con bronca de las que hacen época. En ambos casos, el público dirá lo mismo que aquel aficionado currista que, un Domingo de Resurrección en la Maestranza, viendo a Romero correr despavorido delante del toro, le gritó desde el tendido: “Curro, el año que viene va a venir a verte tu puñetera madre”. A los pocos segundos, añadió: “Y yo también”. Eso, ahora mismo, solo se le puede decir a Morante, un artista que se cambia de brazo la gabardina en la calle y el taxista que pasa por su lado baja la ventanilla y le grita: "¡Olé!".