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Reaparece con una pierna de titanio

El infierno de 'El Soro'

Separado de su mujer, de sus hijos, arruinado, operado cuarenta veces, en silla de ruedas…

Separado de su mujer, de sus hijos, arruinado, operado cuarenta veces, en silla de ruedas…
'El Soro', ante su reaparición | EFE

Cruel es el destino cuando se ceba con alguien. Por ejemplo, Vicente Ruiz "El Soro", matador de toros valenciano, de cincuenta y dos años, a quien la vida le ha zurrado lo suyo. Un percance, en principio leve, lo llevó a los infiernos hace de esto veintiún años, alejándolo de los ruedos, adonde ahora vuelve sin perder las ilusiones y la fe en sí mismo, el próximo domingo 17 de agosto en la plaza de toros de Játiva. En los carteles figura esta leyenda: "La fuerza de la pasión". Que la tiene. Y si no, sigan leyendo, por favor.

Recordemos lo tantas veces repetido de aquel anuncio maldito del 26 de septiembre de 1984 en Pozoblanco, donde el primer espada, Francisco Rivera "Paquirri" resultó mortalmente herido. El segundo, José Cubero "El Yiyo" encontraría la muerte un año más tarde en el coso de Colmenar Viejo. Superviviente por tanto de aquel cartel, Vicente Ruiz "El Soro", aunque felizmente vivo, terminaría siendo víctima del infortunio cuando una tarde de 1993, en la plaza cordobesa de Montoro, tras colocar su segundo par de banderillas (suerte que dominaba, al punto de crear "la del molinillo"), se destrozó la rodilla izquierda al saltar precipitadamente al callejón perseguido por la res que le cupo en suerte. En mala suerte, claro. Porque a partir de entonces hubo de visitar el quirófano infinidad de veces (sin contar las cincuenta y siete operaciones en su vida torera). La última vez que se vistió de luces fue en Benidorm, el 8 de abril de 1994. Continuó sometiéndose a más intervenciones quirúrgicas a lo largo de estos últimos veinte años, hasta alcanzar el número de treinta y siete. No solamente le era imposible volver al toreo: es que no podía andar y hubo de servirse de una silla de ruedas para sus desplazamientos cotidianos. Entretanto, amén del dolor físico, el aumento de peso llegando a los ciento diez kilos, y lo peor: una depresión que se adueñó de su mente al punto de convertirse en un ser autodestructivo. En esas difíciles circunstancias su familia más cercana se vio superada de tal modo que aun queriendo ayudarlo, le fue imposible. Su mujer dejó el hogar y con ella luego los dos hijos del en otro tiempo felicísimo matrimonio. Recuerdo el día en que asistí a la boda del torero con Suzette Limón, el 5 de diciembre de 1987. Fue en la iglesia parroquial de Foyos, a seis kilómetros de Valencia, el pueblo natal de Vicente. Tres días duraron las celebraciones del enlace, como en aquellas cervantinas bodas de Camacho. Porque las gentes del lugar adoran a su hijo predilecto, al que dedicaron una calle; hombre sencillo, trabajador del campo, simpatiquísimo como pude comprobar las veces que lo entrevisté. Había conocido a Suzette, hija de un ganadero azteca, toreando en la plaza mexicana de Aguascalientes. Se prendó de su físico al contemplarla en una barrera. “Me casaría con ella ahora mismo”, confió a su mozo de espadas; luego coincidieron en una galería de arte, congeniaron y fijaron su boda, primero civil, en la Corte de San Diego (California) y luego religiosa. La ceremonia de Foyos que les contaba, a la que siguió una espléndida cena. Vicente sólo había tenido una novia con anterioridad, la colombiana Patricia Silva, que falleció en un accidente de aviación. Obsérvese que ya el mal fario empezaba a seguirle los talones. Lo cierto es que con Suzette fue muy feliz; mucho más cuando llegaron los hijos, una niña, un niño. Ella lo acompañaba cuando se iba a torear, aunque no iba a la plaza; se quedaba en el hotel, esperándolo. Una mujer encantadora, a la que tuvimos el gusto de conocer. Los triunfos acompañaban al diestro, quien no se despojaba jamás de una goma anudada en una de sus muñecas: “Es para que no olvide nunca mis humildes orígenes cuando ataba lechugas en las huertas de mi tierra”, me confesó. Había ganado millones. Fijó su hogar en Madrid, en un piso confortable. Todo se vino abajo a partir de 1994, cuando ya no pudo continuar su profesión. Ahí empezó su calvario, ya mencionado. Y la ruina económica. Cuanto tenía se le fue sobre todo en gastos de operaciones. Las últimas no pudo pagarlas, porque no las cubría ya la Seguridad Social y sus paisanos tuvieron que recaudar en una colecta el dinero necesario para ayudar al torero, ochenta mil y pico euros. Uno de los compañeros que le ayudó fue Ortega Cano quien aportó lo ganado en el concurso televisivo "¡Mira quien baila!".

"El Soro", que aparte de ser su apelativo taurino es su apellido materno, sólo ingresó en esos años de espera y dolor sus emolumentos como comentarista taurino en el hoy clausurado Canal Nou. Mientras tanto fue viviendo poco más o menos gracias a la ayuda de sus más cercanos. Pero sin la presencia de su esposa, de la que terminó separándose legalmente, y de sus hijos. Lentamente, fue venciendo su terrible depresión. Con una idea fija, obsesiva: lograr algún día volver a los toros. Pero ¿cómo? ¡Si continuaba en silla de ruedas…! Su paisano, el ilustre cirujano Pedro Cavadas, obraría el milagro después de algunos intentos negativos. Él y su equipo posibilitaron que el torero admitiera en su pierna afectada una prótesis de titanio revestida con músculos, tendones y piel del paciente, quien en los últimos tiempos contempló maravillado cómo podía realizar todo tipo de movimientos, saltando, corriendo incluso, lo que en los años pasados le era imposible. Es una pierna biónica. Una especie de milagro gracias a la tecnología y al talento del afamado doctor. Lo que siguió después es que Vicente fue adelgazando, preparándose para acudir a algunos tentaderos, medirse ante un toro como en sus buenos tiempos. Hasta desembocar en el anuncio de su reaparición, ese festejo del próximo domingo en Játiva. A su lado tiene ahora a Eva, su nueva pareja, a quien conoce desde que era niña y le hace muy feliz. Nada mejor deseamos al pundonoroso Vicente Ruiz "El Soro" que la suerte le acompañe. ¡Bien que se la merece!

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