El añejo título de Doña Francisquita remite a una de las obras más representadas y conocidas del género que, si bien no llega a estar tan trillada como La verbena de la Paloma, sí supone una presencia constante en antologías y recitales y cuenta don dos adaptaciones cinematográficas. En la segunda de ellas, de Ladislao Vajda -artífice de Marcelino, pan y vino- ya se percibe un esfuerzo por reinventar el argumento. En el último montaje que vimos en el Teatro de la Zarzuela, la renovación fue simplemente formal, con una escenografía minimalista y un vestuario entre el pop art y el cartoon. Lluís Pasqual ha sido el encargado de cerrar esta temporada con una transformación más profunda del libreto.
El arrojo siempre es valorable en la zarzuela, con un público dividido entre el que se acerca por primera vez a este tipo de espectáculos y el veterano que acoge con reticencia cualquier cambio (cuando no con quejas y abandonos de platea). Esta Francisquita ha mutado de enmarañado enredo (valga la redundancia) amoroso en el Madrid romántico a la historia de una compañía que realiza dos grabaciones en estudio -discográfico en 1934, y televisivo, en 1964- y un ensayo general en la actualidad. Los dos primeros actos tienen su gracia, con un recurso que ya vimos en Chateau Margaux/La viejecita, también de Pasqual; el tercero, el más brillante técnicamente, es el que menos ideas aporta al argumento, y supone un flojo cierre de función. Los largos intermedios no contribuyen al dinamismo de un nuevo montaje que seguramente no recordaremos pero sí lanza una oportuna reflexión sobre el cambio de actitud hacia un género y el eterno problema de la idoneidad de los textos teatrales.
El consuelo es, una vez más, la música: la partitura de Amadeo Vives sigue fresca y emocionante a pesar de estar rozando el siglo. Sus abundantes números memorables son ejecutados con buena mano por Óliver Díaz, si bien patina algún trombón y el coro queda avasallado en "Cuando un hombre se quiere casar" y con el trío de cofrades. Al que apenas se le puede poner reparos es al ajustadísimo reparto, teniendo en cuenta que el libreto se ha esfumado y algunos personajes (Doña Francisca, con la comicidad siempre eficaz de María José Suárez) han salido más beneficiados que otros (el Cardona de Vicenç Esteve, reducido al mínimo, y al que le cuesta francamente brillar con el Canto alegre de la juventud). La alargada sombra de Alfredo Kraus, que reinauguró este teatro encarnando a Fernando, un rol para siempre asociado al tenor canario, es esquivada por Ismael Jordi, quien oportunamente regresa a estas tablas tras La Generala, también de Vives. Con su fabulosa técnica -¿cuándo respira?- y su pasión, es de los mejores Fernandos que se han visto en los últimos años. La Francisquita de Sabina Puértales, a la que hay que recomendar repasar el texto, es igualmente deliciosa, desde esa inédita sensualidad del primer acto hasta su sutil y realmente divertida parte en el dúo "Le van a oír", sin duda su mejor momento (y no el consabido stacatto de la Canción del ruiseñor). Muy bien también Ana Ibarra con su despampanante Aurora, a la que, como bien apunta su personaje, "no hay que interpretar como a Carmen, como una perra". La joya de la función, sin duda, la aparición estelar de Lucero Tena, acompañando el fandango con sus castañuelas: ver en acción sus diminutas manos es siempre un acontecimiento. Acudan a Doña Francisquita si consiguen hacerse con una entrada: si Don Matías sabe perdonar la maquinación de la protagonista y su hijo para terminar juntos, nosotros haremos lo propio con la desigual propuesta de Pasqual.