Siempre fue Terele Pávez una mujer libre, ajena a todo convencionalismo social. Una actriz como la copa de un pino, a la que si tuviéramos que comparar con alguna otra de relieve internacional no dudaríamos en llamarla "nuestra Ana Magnani", en recuerdo de la gran trágica italiana.
No fue nunca reconocida como primera actriz, porque tampoco le dieron oportunidades para ello en el cine. En el teatro sí tuvo más suerte, aunque no la contrataban tanto como con su talento merecía. ¿Acaso por su carácter, por su indómito modo de comportarse? Puede… Pero a la vez, injusto.
Le ofrecieron más de una vez ser la Bernarda Alba lorquiana, personaje que le iba como anillo al dedo. Pero se negó. Era comprensible. Su padre, el tipógrafo de la Ceda Ramón Ruiz Alonso fue el que delató y entregó a las autoridades militares franquistas al poeta Federico García Lorca. Llegó con un pequeño grupo de exaltados compañeros a la casa que habitaba la familia de los Rosales en la granadina calle de Angulo. Allí se escondía Federico, porque era muy amigo de la casa, en particular de Luis, otro gran poeta. Y Ruiz Alonso y sus esbirros lograron llevarlo ante las autoridades militares. El resto, ya es sabido. Precisamente estos días se cumplen ochenta y un años del asesinato de García Lorca. Por eso Terele Pávez no se sentía moralmente indicada para representar ninguno de los dramas del poeta de Fuente Vaqueros.
Disculpaba a su progenitor, como no podía ser de otra manera, desde el punto de vista humano. Y contaba su infancia difícil, lo duro que les supuso a ella y a sus hermanas (Emma Penella, Elisa Montés) convivir entre las gentes de la farándula, sabedoras del drama por el que atravesaban. Marcada por la leyenda de un padre que había sido culpable, por lo menos, de la detención de uno de los más grandes poetas. "Mi padre quedó marcado para siempre por ello". Pero Terele Pávez descargaba parte de la responsabilidad en otros compañeros de viaje de su progenitor. Ruiz Alonso terminó marchándose fuera de España, muriendo en los Estados Unidos en 1977. Ella calló mucho tiempo, igual que sus hermanas, acerca de toda esa tragedia que tanto las marcó de por vida.
Terele Pávez pasó en su vida por muy malos momentos. Vagaba por el madrileño barrio de Malasaña, donde la encontraron más de una madrugada dormitando en algún rincón. Otra vez fue en la plaza de Santa Ana, precisamente frente al teatro Español, y a pocos pasos de donde se erige una estatua en homenaje a García Lorca. A veces, para olvidar pasajes duros de su existencia, se refugiaba en la bebida. Pero ella negaría siempre ser una indigente.
La recuerdo una tarde en el estudio de Radio Nacional de España, adonde yo la había convocado para una entrevista. Temí que no acudiera. Se cernía sobre ella una mala fama de mujer arisca, antipática. Cierto que poseía mucho carácter, lo que la ayudaba mucho para su carrera de actriz dramática. Pero me encontré a un ser humano adorable: encantadora, sonriente, amabilísima… No nos conocíamos. Y lo más sorprendente es que llegó acompañada de un muchacho alto y delgado, que resultó ser su hijo Carolo. Nunca, al menos públicamente hablaba de él, ni accedía a posar a su lado para los periodistas. Era el fruto de sus amores con José Benito Alique, un editor que contraería matrimonio, cuando acabó su relación con Terele Pávez, con la ministra Cristina Alberdi. Al muchacho tuvo que registrarlo con el apellido materno, es decir, Carolo Ruiz.
Se nos ha marchado para siempre una mujer extraordinaria, una actriz de primera. Aunque en su biografía se cuentan por éxitos muchas de sus interpretaciones, para los espectadores más jóvenes quedará en la memoria su Régula de Los santos inocentes, y doña Pura, la madre de Imanol Arias en los primeros tiempos de la serie Cuéntame. Que descanse en paz quien tanto luchó y sufrió en esta vida.