"La viejecita cambió mi vida". Así de rotundo se mostraba Lluís Pasqual, director escénico del nuevo montaje del Teatro de la Zarzuela, tras el ensayo general. La historia merece ser contada: de niño viajó en coche de Reus a Barcelona con su padre y unos amigos, y el primero le pidió que amenizara cantando las más de tres horas que duraba el trayecto. Pasqual cantó –y recitó– entero el libreto de La Viejecita una y otra vez. Uno de los amigos, impresionado por su memoria, sugirió al padre librar al chaval de la panadería familiar y ponerle a estudiar. Y así sucedió.
Pasqual ha contagiado su pasión y su hilarante humor a un espectáculo que nos traslada a un concurso radiofónico de los años 50 -un programa real que el director atesora en su memoria sentimental- donde dos cantantes se enfrentarán con los temas de Château Margaux, para dar paso a continuación a una retransmisión de La Viejecita. La magia de las ondas acaba trasladando al oyente/espectador al imponente salón repleto de oropeles en el que transcurre el desenlace.
Ante la recurrente cuestión de actualizar o no los textos, el montaje transita por la calle de en medio: desecha el primero y conserva parcialmente el segundo, con una nueva dramaturgia que, aunque algo mecánica, apunta cómicamente los tics de la época -el lenguaje pomposo, las salvas patrióticas y las cuñas cantadas- y vuela alto gracias al mejor maestro de ceremonias imaginable en toda velada: un Jesús Castejón en plena forma, tronchante y enérgico.
Por suerte, la música de Manuel Fernández Caballero, compositor de estos dos títulos, permanece intacta y brilla como lo ha hecho todo el siglo de su existencia. Solo hay un inconveniente: la orquesta se encuentra dentro de ese estudio de radio en la primera parte y eso perjudica a la sonoridad, apagando, sobre todo, las dos oberturas –que tampoco son especialmente garbosas–.
Lo mejor es centrarse en los intérpretes: Ruth Iniesta, confirmando la evolución que la convertirá en una de las figuras destacadas del género, por su limpia voz y su gracia escénica, cautiva con el famoso vals dedicado al vino francés; Emilio Sánchez, que regresa con un papel lucido a estas tablas, demuestra que se puede ser excelente actor y un tenor más que notable, haciendo suya de forma única "Viva Sevilla y Galicia", y como revelación absoluta, Borja Quiza en el doble papel de Carlos/viejecita. Este rol, escrito inicialmente como soprano hasta que Luis Sagi Vila lo cambió de sexo, es complejo y a la vez un jugoso regalo: Quiza sabe extraer las hermosas notas de temas como "Fuego es el vino del suelo español -acompañado del magnífico coro- y las carcajadas del respetable con su ancianita argentina, aunque no vaya encorvada como sugiere la memorable Canción del Espejo. Conviene fijarse en la conmovedora y nostálgica letra de esta última, escrita por Miguel Echegaray -hermano del Nobel José-, pues esa viejecita dispuesta a recordar tiempos mejores sin miedo al ridículo parece representar al propio género, resignado en su posición de relicario. Sea así o no, cualquier aficionado a la zarzuela debe agradecer a Pasqual -un servidor el primero- un espectáculo servido con tanto cariño y una vía de escape para todo aquel que viva tiempos grises. Quizá la zarzuela no cambie sus vidas. Pero una hora y media exquisita alegra la semana a cualquiera.
Título: Château Margaux/La Viejecita
Director escénico: Lluís Pasqual
Director musical: Miquel Ortega
Dónde: Teatro de la Zarzuela (Jovellanos, 4, Madrid)
Cuándo: Hasta el 8 de abril