Ménage á trois entre Edipo, Antígona y Medea
Del Arco, Lima y Sanzol han elegido representar en el Teatro de la Abadía un tríptico con los personajes más famosos de la antigüedad.
París bien vale una misa católica pero Madrid se merece tres tragedias griegas. A los griegos les entusiasmaba poner a competir a filósofos, atletas y, por qué no, dramaturgos. Sófocles era el mejor, al menos el que más veces venció en dichos torneos. Fue el punto medio entre la austeridad formal de Esquilo y el barroquismo populista de Eurípides.
Miguel del Arco, Andrés Lima y Alfredo Sanzol han elegido representar en el Teatro de la Abadía un tríptico con los personajes más famosos de la antigüedad: Edipo, Medea y Antígona. Tendrían que pasar muchos siglos hasta que se crearan súper héroes existenciales a la altura: Segismundo, Hamlet o Macbeth. El viernes 1 de mayo vi Edipo, rey en la versión de Sanzol. El sábado 2, la Medea de Lima y, por último, el domingo 3 una versión de Antígona por parte de Del Arco. ¿Quién ganó? Por votación popular, medida en intensidad de aplausos y número de bravos, la Medea interpretada por Aitana Sánchez Gijón triunfó de calle, seguida por la Antígona coral liderada por Carmen Machi y, por último, el minimalista Edipo que no cosechó ni un bravo de consolación aunque sí una honorable vuelta al ruedo de aplausos.
El núcleo fundamental de todas las tragedias griegas es la hybris, la soberbia, trenzado ante el crimen más inhumano, el parricidio. Si Edipo encarna la voracidad por el conocimiento, Medea representa la locura de amor mientras que Creonte se pierde por la arrogancia del poder (del mismo modo que, como decía Nietzsche, el Julio César de Shakespeare se debería llamar más propiamente Bruto, Antígona cede el protagonismo muy acertadamente en la versión de Miguel del Arco a Creonte, una muy machota Carmen Machi en el papel de su vida).
Teniendo todas ellas un gran nivel, por supuesto, si sólo pudiera ver de nuevo uno de los espectáculos me quedaría con Edipo, rey, el más extraño de todos. Sanzol ha hecho una puesta en escena basada en el "menos es más". Únicamente una mesa de banquete tras el que se desarrolla casi toda la (no) acción: una batalla verbal en la que destaca la riqueza estilística y la profundidad irónica del texto de Sófocles. Los griegos además de la competición y la muerte estaban también fascinados por el logos. Y en la obra de Sanzol es el discurso, el propio texto, las palabras, lo que van atrapando a Edipo como una gigantesca y pegajosa telaraña de amenazas, promesas y premoniciones. El gran acierto de Sanzol ha sido aromatizar la tremenda tragedia con esencias de comedia. Negra, por supuesto. Porque la diferencia entre una tragedia y una comedia reside únicamente en el punto de vista. Como bromeaba Borges cuando sugería que la Ilíada podría ser perfectamente la obra de un humorista troyano. Sanzol ha conseguido el milagro de que imaginemos escuchar a los dioses tronchándose en el Olimpo al contemplar a los míseros aristócratas tebanos bajo el peso de sus patéticos deseos y funestas necesidades, creencias idiotas y sentimientos confusos. Apolo, el que hiere desde lejos como nos explicaba Heráclito, es el protagonista invisible de este laberinto de pasiones en el que Yocasta le advierte a su marido, a su rey (a su hijo, a su parricida) que el precio de la verdad será la infelicidad. Paco Déniz, Elena González, Natalia Hernández, Eva Trancón están sencillamente perfectos como Creonte, Yocasta, Tiresias y Antígona respectivamente (González y Hernández también como un coro que suena tan espectral, amenazante y apabullante como las brujas de Macbeth). Juan Antonio Lumbreras pone a Edipo a hacer de equilibrista entre los abismos del espanto y el ridículo, casi en clave de farsa. ¡Y no se rompe la crisma! Magistral.
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