El bautizado como rey de la opereta Jacques Offenbach (1819-1880) tiene una relación especial con nuestro país, como también la tiene la obra que nos ocupa. El compositor contrajo matrimonio con la hija de un carlista emigrado en Francia, vivió una temporada en San Sebastián y pasó tres semanas en Madrid, ocasión que aprovechó para dirigir una función de su obra Los brigantes en el Teatro de la Zarzuela. En cuanto a La gran duquesa de Gerolstein, su estreno fue prohibido varias veces en la capital: hubo quien quiso ver en su parodia de la vida militar y de su fogosa protagonista demasiados paralelismos con Isabel II. El montaje vio finalmente la luz poco después de la revolución de La Gloriosa.
Queda, demostrada, pues, la pertinencia a la hora de reponer esta obra –aunque no es algo que preocupe mucho a este coliseo. Continúa la senda de las adaptaciones a nuestro idioma iniciada por Carmen, que abrió la temporada lírica.
El musicólogo Enrique Mejías García ha sido el encargado de las nuevas letras en castellano. Nada que objetar a su difícil labor: los versos no suenan demasiado modernos ni anacrónicos, y casan bien con la música, espléndidamente dirigida por Cristóbal Soler: no en vano es el director titular y el que mejor conoce a esta orquesta. La partitura de Offenbach, pues, se digiere estupendamente, con abundancia de temas marciales y cómicos.
De la promesa al caos
Al principio todo son grandes promesas: la estilizada escenografía en tonos azules, los poderosos grupos corales, la historia de la duquesa que se pirra por los militares y que asciende a su soldado favorito a general mientras las conspiraciones bullen a su alrededor. Pero pronto todo ello se desvanece: la historia es mucho menos divertida de lo que se pretende, lo que debe ser carcajada como mucho queda en media sonrisa, pese al visible esfuerzo de los intérpretes. Todos ellos están estupendos, en lo musical y en lo actoral, y a la vez resultan fuera de tono, parecen estorbarse, caminan y bailan por la pasarela preparada alrededor del foso, pero ni con eso consiguen acercarse al público.
La puesta en escena, del italiano Pier Luigi Pizzi, rescata los decorados de un montaje al aire libre realizado en 1996 y que a todas luces resultan insuficientes: si la acción se ha trasladado de un campamento militar a un palacio, ¿por qué el respetable no se ejecuta ningún cambio? ¿Por qué el vaso del que bebe aguardiente la duquesa nunca tiene líquido? Si Fritz ha sufrido una brutal paliza, ¿puede seguir su uniforme perfectamente planchado y su rostro sin un rasguño? Hay poco cariño en estos detalles.
La coreografía contribuye a amenizar la función: Offenbach, precursor del cancán, incluyo dos destacados números que están resueltos con desigual fortuna: uno con viveza y gracia, en la mitad del tercer acto; otro, "El Carillón de mi abuelita", es pretendidamente anárquico pero chirría a todas luces.
Ninguno de estos elementos pesa lo suficiente como para no poder disfrutar la obra. Para el espectador exigente, que debería ser todo espectador, resultará enormemente irregular, y le llevará a preguntarse, como es mi caso, qué habría hecho, por ejemplo, José Carlos Plaza con tan potente material. No obstante, la última frase de la propia duquesa nos da la respuesta: "Cuando no se tiene lo que se quiere, se habrá de querer lo que se tiene".