Antes de comenzar a hablar sobre el final de True Detective (con todos los espoilers posibles, claro) quizás no esté de más tomar unas consideraciones previas. ¿Que por qué? Pues porque desde que este domingo se emitiera el octavo y último episodio cunde un clima de pesadez insoportable, me van a perdonar, y el debate sobre si el final estuvo o no a la altura ha devenido en batalla maniquea entre la sacralización o la defenestración, sin lugar a mucho más matiz. ¿Es True Detective una obra maestra? ¿O un bluf pretencioso al que se le ha ido la mano? Pues ni una cosa, ni la otra. Y puede que un poco de las dos.
Pero es lo que tiene el éxito. La serie de HBO ha alcanzado unas cifras récord de audiencia a pesar de que se alumbró bajo la máxima estrella de la cadena (It’s not tv…) avisando al espectador medio de que no pondría las cosas fáciles, ni discurriría por derroteros habituales. Pero resulta que el espectador medio también ha caído en las redes de True Detective, una producción de investigación policial a la que el tándem de Pizziolatto y Fukunaga ha querido dar una vuelta de tuerca remozándola con elementos más trascendentes y trufada de referencias metafísicas.
Y esta es la primera consideración: que True Detective tiene varios niveles de lectura. Quienes se enfrentaron a ella como la historia de dos detectives que, durante 17 años, tratan de atrapar al responsable de unos crímenes sádicos sin ir más allá, se han chocado con una resolución del entuerto de lo más convencional, o casi. Y es que todo ese envoltorio trascendente ha hecho confundir a muchos entre lo que es paja y lo que es grano. En la serie de Pizziolatto lo importante nunca fue el quién, sino el cómo, ya lo avisábamos al principio. Lo esencial era el viaje que nos proponía, y sobre todo, el paisaje que podíamos contemplar desde la ventanilla de estas maravillosas ocho horas de metraje.
El crimen era la excusa para para ponernos de frente a dos extraordinarios personajes, dos buenos tipos que, arrastrando sus demonios propios, se ven obligados a descender a los infiernos del mal que tienen que combatir. Porque Pizziolatto no ha inventado el arquetipo del investigador atormentado y destructivo que hemos visto en decenas de ocasiones, pero sí le ha dado una dimensión deliciosa, especialmente en esas conversaciones entre Rust y Marty: “¿Alguna vez te preguntas si eres una mala persona? No, no me lo pregunto, Marty. El mundo necesita malas personas. Mantenemos a otras malas personas al otro lado de la puerta”.
Y aunque True Detective no dejara de ser eso, la historia de la resolución de un crimen, ha buscado desde el principio la originalidad, yendo un poco más allá en su exploración del mal, que es de lo que en esencia va el asunto. Y lo ha hecho acudiendo a los mejores: Lovecraft, Poe, Chambers y si me apuras, Twin Peaks. Las referencias que ha ido diseminando aquí y allá no pasaban inadvertidas ni siquiera para sus desconocedores, que también se han visto imbuidos por el carácter malsano y putrefacto que emanaba de la pantalla. Pero hay que insistir: eran referencias, no señuelos. Homenajes, podría decirse. Pizziolatto confiesa que se ha entretenido enormemente contemplando cómo, durante nueve semanas, la red enloqueció tratando de encontrar en ellos la pista definitiva que anticipara la resolución del crimen, quién era el Rey Amarillo, o si el elemento sobrenatural acabaría por reventarle las costuras a la serie.
Y no, no lo ha hecho, porque en ningún momento tuvo vocación de hacerlo. Su objetivo era crear una corteza narrativa, un contexto que nos empapara para dejarnos mecer en esta pesadillesca travesía hacia el abismo del mal humano.
A los que pertenecemos a la “tribu de los intensitos”, como bien se han ocupado en recordarme, nos ha encantado el viaje, porque ha jugado magistralmente con elementos de los que nos hacen salivar y paladear hasta el mínimo detalle con voracidad. Nos ha dado el capricho, y lo hemos disfrutado. Y es que, dónde mejor que en el sur de EEUU se va a ubicar esta metáfora de la perpetua lucha entre lo pútrido y lo brillante, lo asfixiante y lo esperanzador. Que sí, que de esto iba la cosa.
La lista de hallazgos que nos ha dejado cada lunes True Detective es abultada: un plano secuencia épico, dos golosinas de personajes, una banda sonora espectacular y personalmente unos monólogos de Cohle que merecen un marco y varias ovaciones. Ya les he dicho que soy de los intensos, pero no vamos a entrar en la competición por dar con el halago más épico, que la serie ya hace y deshace sola.
Aún así, el primer visionado del último capítulo me dejó trastocada, con el mismo sabor a ceniza y alumino entre los labios que el protagonista. Si bien no esperábamos grandes giros pirotécnicos, ni requiebros argumentales inesperados; confieso que del acto final emana un optimismo que no esperaba. Por lo menos, en superficie. Y es que sí hubo sorpresa: la supervivencia de Cohle una vez resuelto el crimen. No solo supervivencia, ¡hubo epifanía!. Nuestro nihilista impenitente, el existencialista antirreligioso y desesperanzado tiene, momentos antes de la batalla cuerpo a cuerpo con el asesino, lo que está juzgándose como una revelación divina. En la interpretación de ese cielo abierto, que anticipa la pérdida de su don, está mucho del meollo narrativo de la serie: ¿Está ganando la luz, de verdad? ¿O solo hemos hecho retroceder unas sombras que más pronto que tarde volverán a alfombrarlo todo? Sea como fuere, esto no ha sido una más que una batalla de la guerra en la que los pesimistas tenemos boleto ganador. La siguiente contienda no será en Louisiana, pero si me permiten, en este porche es donde vamos a sentarnos a esperarla.
¿Obra maestra? Pues no lo sé, pero yo pienso volver a devorar este descarrilamiento hacia Carcosa del tirón, y no es algo que pueda decir de todas las series.
Lo que sí es seguro es que True Detective culmina como un homenaje a ese juego de “El Rey Amarillo” de las historias de Robert W. Chambers, que induce a la desesperación o la locura de quienes la lean. Así que, tampoco tengan muy en cuenta nada de lo que he dicho.