“El diablo está en los detalles”. Es la frase que la detective Stella Gibson, interpretada por una soberbia Gillian Anderson, repite obsesivamente a los investigadores a su cargo durante una de sus reuniones de trabajo. Su objetivo, atrapar a un peligroso asesino en serie de mujeres que se oculta en la húmeda Belfast, en cuyas ariscas y silenciosas calles todavía resuena el eco del odio y la violencia. Estamos hablando de The Fall, miniserie británica de cinco capítulos de la BBC irlandesa que acaba de culminar con éxito (ha sido la miniserie dramática de más éxito en los últimos ocho años) y que acaba de renovar para una segunda temporada.
La presencia de Gillian Anderson, quien en los noventa encarnara a la célebre agente Scully del hito televisivo Expediente X, es el gran reclamo de la serie producida y escrita por Allan Cubitt. Pese a que The Fall se bifurca ya desde el principio entre el procedimental de sangre fría y la vida cotidiana del asesino, al que desde la segunda secuencia identificamos como un apuesto y joven padre de familia, es la madurez, seriedad y el excelente acento de Anderson lo que nos mantiene apegados a la trama. El desvelar desde el principio la identidad del asesino no es, sin embargo, la única novedad de la historia, algo que al fin y al cabo ya hacía -sin irnos más lejos- la reciente The Following, esa serie de los Kevins (Bacon y Williamson) que no podía estar más alejada en sus intereses de la presente. ¿En qué se basa, entonces, el interés de una propuesta como The Fall?
Tampoco hay que ser un iluminado para percibir las diferencias entre un psycho-thriller como The Following y la presente. No es porque falten raíces e influencias comunes. Si la Clarice Starling de Jodie Foster corría para huir de los corderos, la Stella de Gillian Anderson, que no tiene nada de víctima y mucho de lobo, necesita una piscina cerca para nadar como una descosida. Y la mascletá de asesinos seriales y la metanarrativa de la serie de Williamson aquí ni se huelen: en The Fall todo está puesto en escena de manera realista y meticulosa, alejada de todo glamour, como si fuera un Top of the lake de un pintoresquismo alienante. Aquí la humedad te cala los huesos, el ambiente rural no nos consuela con imágenes de postal, e incluso el trasfondo familiar del asesino se aleja de los modos del thriller nórdico, abordando lo escabroso más bien como la anticipación de una tragedia (atención al papel de la hija del asesino, o el embarazo inesperado de una de las víctimas) que como un factor para crear violencia. Los traumas de The Fall, en definitiva, tampoco tiran por la vía del thriller nórdico.
La maldad está en los detalles, y lo insólito, original y lo mejor de The Fall, también. En una escena seleccionada, un cónyuge violento aborda en un ascensor al asesino, terapeuta de profesión. Es la primera vez en la que se menciona ciertos condicionamientos sociales y religiosos del psicópata, que a la chita callando reaparecerán un par de capítulos más tarde. El atacante convierte en víctima al asesino, pero lo hace por las razones equivocadas: no sabe que es un perturbado que tiene el ojo echado a su mujer en su escalada de violencia. La serie, por cierto, no oculta en ningún momento sus cartas y juega en todo momento con ellas al descubierto: desde el primer instante, a través de la mirada del asesino en un espejo, presentada en primera persona, se busca también la identificación íntima del espectador con el asesino, no sólo con sus víctimas. Aún hay más. En otro momento, la cámara nos hace fijarnos en un detalle anecdótico que es presentado como algo enfermizo, y que contribuye a esa sexualidad escondida: la protagonista -¿hemos mencionado lo extraordinariamente bien que se conserva Gillian Anderson?- comparece ante las cámaras de la prensa con un botón de la camisa accidentalmente desabrochado… algo que ella misma corrige sin ocultar su turbación al espectador.
El montaje paralelo por el que transcurre The Fall, de manera sostenida y constante, está destinado (si cierta trama de corrupción policial no lo impide) a enfrentar directamente al cazador y a la cazadora, al asesino y a la policía encargada de atraparlo. Es decir, como en las mejores muestras del género. Pero es su minuciosa narrativa y gusto por lo psicológico y cotidiano, su rechazo a presentar la investigación como una contrarreloj emocionante para escarbar en inquietantes paralelismos entre la heroína y el monstruo, lo que le da todo su interés. Unas similitudes entre ambos basadas no sólo en el retrato de un machismo implícito, el que se desprendería del asesinato sexual de una chica, sino en la reducción de una persona al nivel de objeto, sea hombre o mujer (pero de lo extraño que resulta cuando ésta resulta ser un hombre). Eso es lo que nos hace temer finalmente por la vida de la mitad de su reparto, todos ellos personajes desamparados e incomunicados, condenados a una vida sin demasiado amor. Esta falta de dependencia en si el asesino será detenido o no, o cómo éste será abatido, no resta interés de su desenlace. Es lo que precisamente nos deja pendientes de más.