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'House of Cards': Bárcenas, aprende a ser corrupto con estilo

Al margen de la indignación obvia, lo que más me estomaga de las múltiples tramas de corrupción que nos rodean es su cutrerío infinito. Ese insoportable olor a rancio que desprenden todos los tejemanejes y desfalcos del politiqueo español: los fondos públicos derrochados en confeti o en cocaína, o los billetes en bolsas de basura, las ciclistas desnudas, las peinetas, los trajes, Luis el cabrón …. Dan ganas de gritar: Si se van a reír de nosotros de todos modos ¿pueden hacerlo con un poco de estilo, por favor?

Recuerdo esto porque, dados los tiempos que vivimos, cuando uno se topa con un thriller de intrigas y chanchullos políticos como House of Cards, los paralelismos con la realidad se abarrotan sin querer. Pero esto, amigos, no es una trama de corruptos de medio pelo jugando a la mafia; esto es corrupción de guante blanco, con una suciedad y un glamour perfectamente compatibles.

House Of Cards es, más que cualquier otra cosa, el enorme Kevin Spacey en la piel del tiburón político Frank Underwood. Este congresista sureño o “fontanero” del Capitolio derrocha todo lo que se espera de un conseguidor de la alta política: cinismo, ambición y maquiavelismo a borbotones. El tipo que jamás querrías tener en tu contra, porque si hay algo tan explosivo como el deseo de poder es la sed de venganza. Y esto es lo que plantea la serie: lo que ocurre cuando el nuevo presidente de EEUU rompe su promesa con Underwood –quien le encumbró-,  y no le nombra Secretario de Estado. Los platos se servirán muy, muy fríos. Además, Frank tiene en su esposa Claire (estupenda Robin Wright) el aliado perfecto. Un personaje gélido e igualmente depredador,  cuyo matrimonio se antoja como un oscuro contrato entre ambiciones convergentes y muy retorcidas.

Al igual que su original británica, la imprescindible Castillo de Naipes, House of Cards pretende mostrarnos las cloacas de Washington a través de las artimañas del reptiliano Underwood. Pero aquí David Fincher (que firma los primeros episodios) no se ha pringado hasta las rodillas con tramas políticas enrevesadas, sino que ha recurrido a argumentos accesibles para darle todo el protagonismo a Spacey. No esperen el nivel de descripción de El Ala Oeste, ni tampoco su ensoñación idealista: en esta Casa Blanca, lo que no está podrido ya, está a punto de hacerlo.

Como aquí, me dirán muchos. Pues no. Porque lo que hace (en parte) realmente cutres a los patrios es enfangarse y especular por un puñado de billetes, con una codicia tan evidente como ramplona. Su ambición, al fin y al cabo, se vende al mejor postor: un traje más caro, un jaguar en el garaje o un Miró en el cuarto de baño. Me turban más aquellos personajes a los que les late hondo el deseo de algo que va más allá: el poder. Estos son los verdaderamente peligrosos. Frank es uno de estos tipos.

“El dinero es la gran mansión en Saratosa que empieza a derrumbarse a los diez años. El poder es el viejo edificio de piedra que se mantiene en pie durante siglos. No puedo respetar a quien no vea la diferencia”

Así nos lo espeta Underwood, mirándonos a los ojos. No es sólo una cuestión de matices.

Parecía oro, pero era plata

El principal problema de House of Cards es que nos ha prometido todo, y claro,  todo no puede ser. El síndrome de las altas expectativas ataca de nuevo.

Cuando te lanzas a una serie política, ya sabes que te irás dejando un número de espectadores por el camino directamente proporcional a lo que decidas acercar la trama a la realidad. Para la mayoría, la política es algo plomizo, por lo que hacerla cinematográficamente atractiva y verosímil siempre supone un reto. Puedes crear Castillo de Naipes, un relato que será inaccesible para muchos pero fiel a la realidad; o rebajar el nivel con tramas más asequibles y vericuetos políticos poco enrevesados. Intelectualmente menos estimulante, pero bastante más efectivo.

House of Cards se las dio de lo primero pero se quedó en lo segundo, sin que sea algo necesariamente negativo. Asumido el cambiazo, la serie es un gran disfrute, aunque no desaparezca la sensación de masticar un correcto chopped cuando le habían prometido jabugo.

No obstante, es placentero ver  cómo nuestro shakespeariano protagonista recorre los pasillos de esa Washington fría y desapacible,  haciendo y deshaciendo para consumar su vendetta. Manchándose las manos de sangre, si se requiere.  Pero a veces, todo le resulta demasiado sencillo, y sus oponentes, demasiado ingenuos.  En los primeros capítulos,  el interés llega a decaer cuando sospechamos que todo será un camino de rosas para el congresista. ¿De verdad en el mayor centro de poder del mundo sólo hay un tipo como Underwood? ¿De verdad un secretario de Estado puede ser desactivado por una bombita de tan escasa intensidad? Afortunadamente, House of Cards mejora en cada sorbo, y con el avance (y complicación) de la trama, las cosas se le van poniendo pelín más feas al fontanero.

El centro del espectáculo de House of Cards no es abrir los ojos a la naturaleza eminentemente corrupta del poder, sino el simple y puro disfrute de ver a Spacey puteando sin piedad, moviendo los hilos y siendo el avieso y diabólico protagonista que rompe la cuarta pared para guiñarnos un ojo. Y además, hacerlo sin parar de molar.

Sólo él puede comerse un costillar grasiento a las 7 de la mañana en el peor antro de la ciudad, y seguir pareciendo el tipo más impecable, respetable y peligroso del Capitolio. Aunque vaya remangado. Uno se imagina a ese político español rechupeteando la cabeza de una gamba en el restaurante de moda y sólo tiene ganas de decir una cosa: ¡Hortera!.

En España, House of Cards puede verse a partir de esta noche en Canal+ a las 21:30, y fuera de nuestro país, Netflix ya ha publicado los 13 capítulos que forman la primera temporada. Y ha renovado para la segunda, además.

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