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¿Hay que matar a Walter White?

Podríamos intentarlo, pero para qué. Breaking Bad ha vuelto y quizá deberíamos dedicarle un post lleno de frases crípticas que no desvelaran nada a los que aún no saben por qué es la mejor serie en emisión de la actualidad. Pero quiénes hayan visto el capítulo de ayer saben que esto es imposible. Que el momento de predicar sus bondades y recomendársela (por enésima vez) al receloso no es este. Porque “Blood Money” no nos ha dado tregua, y cuando se escribe sin aliento es difícil tener contemplaciones. Así que, hablemos de Breaking Bad como procede: con espoilers a cascoporro. A sangre fría. Otro día, les contaremos algo de esa serie que trata de “un profesor de química que”… porque esto ya ha dejado de ir de eso.

Supongo que no soy la única a la que estos momentos previos al final de Breaking Bad me ha venido a la cabeza lo que ocurrió con Los Soprano cuando se aproximaba su desenlace. En aquellos días, el debate que dominaba las conversaciones era si Tony moriría o no. Si era tan inevitable como se mascaba en el ambiente.

Y ahora es el momento de Walter. Durante cinco temporadas, hemos sido testigos de su descenso a los infiernos, en una de las metamorfosis más cuidadas y violentas de la televisión. La transformación de White en Heisenberg – o de “De Mrs. Chips en Scarface”, como dice su creador- ha culminado y es irreversible. Pero, paradójicamente, cuando ya todos sabemos que nunca más será un antihéroe porque ahora él es el villano, quiere parar. Arrancamos con un Walter que ha abandonado su cocina ambulante y quiere “intentar llevar una vida decente. El pasado es pasado”, como le dice a Jesse. Matados los que debían morir, toca lavar el dinero amasado, seguir la batalla contra el cáncer, recuperar el favor del que fuera su compañero y quizás, de Skyler. En un arrebato de arrogancia, llega a creer que puede ser así.

Pero nosotros ya sabemos que eso no va a pasar. Y no porque Hank esté a punto de encajar el puzzle, o porque nos hayan anticipado que no hay confeti en su siguiente cumpleaños. Sabemos que Walter esta vez no se librará haciendo volar por los aires a su enemigo (como a Gus Fring), ni dejándole ahogarse en su propio vómito (como a la novia de Jesse), ni quitándole la vida al atardecer (como a Mike). Porque quizás (sólo quizás) tenía una salvación el Walter que escribía en una lista los pros y contras de cometer un asesinato, allá por la primera temporada. Pero, como Jesse, hemos oído su silbido despreocupado tras la muerte de ese niño que simplemente pasaba por allí. No hace falta aludir al resto de salvajes asesinatos: el escalofrío basta.

Walter ya no tiene salvación… ¿o sí? Esta es la verdadera cuestión de una serie esencialmente moral que, como dice Alberto Nahum nos ha estampado contra el muro de nuestra conciencia una y otra vez. ¿Tiene que pagar toda la sangre, las mentiras, el sufrimiento que ha causado? ¿Debe ser castigado por iniciar un pequeño negocio de trapicheo y acabar montando un imperio de la droga? ¿Por dejar de hacer las cosas por su famila y hacerlas por ambición? ¿Por matar fríamente?

Todo parece indicar que sí, que Walter debe morir. Que, necesariamente, merece ser castigado por sus actos. ¿Pero son lo mismo una cosa y otra?. Yo creo que no.

Hablaba el otro día con un amigo sobre las expectativas que el “público en general” (uséase, nosotros) tenemos sobre lo que va a ocurrir con Walter, sin olvidar un elemento que ha sido fundamental en toda la serie: los continuos giros de no-me-lo-puedo-creer. Es decir, que además de esperarnos un desenlace explosivo, hay que mantener en la mente el factor sorpresa. Básicamente, él sostenía que la mayoría da por segura la muerte de Walter, y por eso espera que el giro sea que no muera. Aunque le contradije por el mero placer de llevarle la contraria (es que a veces es un poco gurú) yo también creo que el desenlace de Breaking Bad no será la muerte de Heisenberg. Pero por razones distintas.

Porque no tengo claro que Breaking Bad tenga la obligación de acabar dictando sentencia para Walter. Puede hacerlo, y es probable que lo haga. Pero lo que la joya de la AMC nos ha mostrado es mucho más valioso (y va más allá) que un mundo en el que la justicia se acaba imponiendo, donde todos los actos tienen consecuencias. Sabemos que no siempre es así, aquí, delante de la pantalla. El último acto terminará de dibujar el universo de detrás de la pantalla, y la más importante de sus reglas: ¿El que la hace la paga?

Pero vuelvo a donde empecé: el peor castigo para Walter no sería morir. Él ya está perdido. Nada de lo que haga le hará estar en paz, o lejanamente feliz. Jamás recuperará a su familia, lo único que tenía cuando era ese profesor de química profundamente perdedor con el que empatizamos hace años. El monstruo ha devorado al hombre, que ya no tiene justificación (ni la necesita) para disculpar sus crímenes. Si muriera y dejara ese garaje lleno de dinero a Skyler y los niños, quizás todo lo que ha hecho habría servido de algo. Esa podría ser su redención. Pero vivo, Walter no tiene salvación.

Hay que andar con cuidado con él, tiene razón.

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