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'Drácula' se suicida con Jonathan Rhys-Meyers

“Los zombies son los nuevos vampiros”. Esta frase la he escuchado en una de las últimas temporadas de True Blood, una serie de fantasía y terror sumamente entretenida en la que lo único que queda por ver es, precisamente, a Anna Paquin darse el lote con un muerto rancio. True Blood es también mucho más divertida que Drácula, nueva serie de la NBC cuyos productores llegan tarde a casi todo: a la moda de los chupasangre (resucitados para la cultura popular con la funesta serie Crepúsculo), a la de las series de fantasía adultas turbio-sexys, a los seriales de conspiraciones secretas con organizaciones taimadas y ladinas de simbología arcana…. Porque de todo ello hay un poco en nueva serie concebida por y al servicio de Jonathan Rhys-Meyers, un actor deseoso de reverdecer los laureles de Los Tudor y establecerse como galán oscuro y tenebroso (pero galán al fin y al cabo) en un papel que, ciertamente, no le encaja nada mal.

Si Dracula es una serie fallida no es porque se trate de una adaptación libre del original de Bram Stoker, que lo es, ni porque a pesar de todo Rhys-Meyers me dé cien patadas: al fin y al cabo, ni la novela ni el personaje han dejado de circular desde su publicación a finales del XIX, ni el actor irlandés es peor que muchos remedos de galanes que pululan por la tele (de hecho, no lo es). Pero de reinvenciones y reinterpretaciones está el mundo lleno, pese a que algunos se sigan escandalizando. El nuevo Drácula quiere ser tan americano como la escopetas y el bourbon, y en esta ocasión toma el nombre de Alexander Grayson, un benefactor millonario con doble personalidad (muy a lo Bruce Wayne/Batman ¿lo pillan?) y a la vez un personaje dividido y atormentado. Su intención es introducirse en la alta sociedad londinense para comprar patentes empresariales (y si no se las venden, se come al empresario) pero su verdadero plan, al menos en apariencia -no es un spoiler, lo descubrimos en el primer capítulo- es instaurar una nueva forma de energía mineral al margen del petróleo. Hasta aquí, vale.

Pero por el camino, y por mucho que comparta showrunner (Daniel Knauf) con la serie Carnivale, la serie se olvida de aportar personajes carismáticos o realmente interesantes. Durante sus primeros episodios, el nuevo Drácula de Rhys Meyers se dedica a encadenar giros y acontecimientos con un ritmo más abrumador que estimulante. Un recurso, el de la velocidad, que parece haberse convertido en moneda de cambio común en todas las producciones de fantasía televisivas recientes (¿verdad Sleepy Hollow, Almost Human, Revolution, etc?) y que elimina el suspense de la faz de la tierra. La serie busca nuestro aplauso a la hora de convertir a Jonathan Harker en periodista, al club Bilderberg en la Orden del Dragón, a Thomas Kretschmann en una suerte de Liam Neeson envejecido (sí, se me parecen), al conde Drácula en empresario visionario (al menos, no nos vuelven a contar sus orígenes). Pero lo cierto es que ni nos importa la relación de amor con Mina, ni el cuadrado amoroso que se forma, ni las sospechas de Harker sobre la identidad del protagonista. Todo en aras de un maquiavélico plan superior que realmente tampoco importa demasiado. Giro sobre giro sobre giro. Sobre giro.

Drácula es un remix basado en un sistema de equivalencias menos retorcido de lo que aparenta. En la década de los setenta, la editorial Marvel sorprendió a los lectores con una reinterpretación de Drácula tan terrorífica como fascinante, la dibujada por Gene Colan y escrita por Marc Wolfman, que llegó a dar lugar incluso a una olvidada serie de televisión. La propia True Blood ha triunfado al recuperar el mito vampírico en forma de culebrón amoroso y camp, hiperviolento y sexualizado. El Drácula de la NBC, producido por el propio Rhys-Meyers, no sabe con cual de estas dos tendencias quedarse, o al menos cómo representarlas (y que han sido elegidas por este cronista un tanto al azar, por si no lo habían notado) y de regalo resulta serio e impostado en su abundante artificio.

Sabíamos que la experimentación no es el fuerte de NBC, ni tiene por qué serlo, pero la presencia como showrunner de Knauf, firmante de esa abortada maravilla de nombre Carnivale, nos obligaba a engordar la esperanza. Lo mejor de Drácula es la paradoja, no sé si premeditada, de presentarnos al Príncipe de la Oscuridad como -literalmente- un vendedor de luz y bombillas. Toma ya. Y naturalmente todos aquellos elementos del subtexto de Bram Stoker, entre otros del trasfondo de la historia, y que me atrevo a decir que serán ignorados según transcurra el relato: por ejemplo, esa interpretación del mito del vampiro jefe como una pieza fundamental en el tránsito de un mundo viejo contra un mundo nuevo, materializado todo en el recurso al abastecimiento de energía que sustenta la trama. Y sí, ya lo sabemos: la factura visual. Drácula es una serie bien hecha, con escenarios atractivos y oscuros, catacumbas y palacios… por mucho que no haya nada en su puesta en escena que sorprenda a estas alturas del cuento, que la dote de una especial personalidad más allá de la serie al uso. A pesar de ello, y por eso mismo, gustará a la fracción de espectadores dispuesta a ello.

Mi problema con Drácula es que, además del déjà vu que trato de comunicarles, también es una serie de sexo sin sexo (cadena generalista obliga), un suspense sin suspense, un romance poco emotivo, y en definitiva un producto que pese a su aceptable factura no engancha por sus propios medios. Este Drácula parece destinado a rellenar un hueco en la programación, a insuflar algo de ánimo a un panorama de series abotargado y no mucho más apasionante que el de las (muchísimo más criticadas) carteleras cinematográficas. Vlad el Empalador, te mereces más.

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