Más que de banderas, España es un país de carteles. Hace no tanto, por poner un ejemplo, a falta de un estandarte que aglutinase en torno a sí las filias patrias de todos los habitantes del territorio nacional, poblamos esta vasta tierra de toros Osborne y conseguimos robarle al reloj que anunciaba una nueva hecatombe fratricida unas cuantas décadas de relativa paz y prosperidad. Lo que pasa es que ahora las cosas están cambiando. Aunque todavía quedan iniciativas desesperadas que buscan rescatar un mínimo espíritu de concordia entre los españoles. En este cambio de ciclo antitaurino, con ese último bastión de la unidad a punto de derrumbarse, yo he llegado a ver a algún conductor aferrarse a su volante en la autopista y señalar esperanzado a la figura, igual de enorme y deslumbrante, de la botella de fino Tío Pepe. La verdad es que la solución es de una lógica aplastante. Uno casi diría que hasta atávica. Las carreteras españolas, cada vez con menos toros, han comenzado a abrazarse a la bebida.
Y es que España es un país de carteles. Tanto es así que yo no me creeré que Messi le ha mandado un burofax al Barsa hasta que una avioneta atraviese el cielo de alguna playa mediterránea arrastrando una lona que lo anuncie. Hay cosas que sólo pueden funcionar de esa manera. Para mí nada ha alcanzado su máxima expresión de gravedad si no ha salido anunciado en alguna plaza madrileña. Por eso no me extraña en absoluto que la primera polémica del curso haya venido precisamente en ese formato.
Sucede una cosa curiosa con todo el ruido que ha rodeado estos días al cartel de Patria, la serie de HBO basada en la novela de Fernando Aramburu. Hace unos meses, la plataforma lanzó un anuncio que representaba exactamente la misma escena de la polémica actual, y sin embargo la sangre no llegó al río. Se trata de algo que tampoco debiera sorprendernos. Al fin y al cabo, un anuncio televisivo no es un cartel. El movimiento de su imagen invita a pensar en un desarrollo posterior que añadirá contexto, tal vez, y que dejará un resquicio abierto a la posibilidad de redención. Los carteles, sin embargo, son estáticos y, por lo tanto, definitivos. Nada cambia en ellos, por lo que su mensaje se anquilosa fácilmente y cae a plomo sobre los viandantes que se atreven a despegar su mirada del teléfono móvil. Un cartel es una tabla de la ley, del mismo modo que una foto es la sentencia del presente. Da igual que no le haga justicia al fotografiado, pues así es como le recordará la posteridad. Precisamente por eso yo no sé si dividir la fachada de un edificio en dos y presentar en la misma posición de víctima a un asesinado por ETA y a su verdugo es algo digno de un loco o de Don Draper. Ya se sabe que lo único que diferencia a un genio de un lunático es que el primero tiene club de fans.
Sea como fuere, las consecuencias no se han hecho esperar y, previsiblemente, han dividido la opinión pública de la misma forma en la que aparece representado el conflicto vasco en el cartel del infortunio. Para unos se trata de un afrenta que busca blanquear el terrorismo nacionalista, mientras que para otros es un fiel reflejo de la novela en la que está basada la propia serie de televisión. Más allá del hecho de que el mismo Aramburu haya reconocido que el cartel chirría y da lugar a malentendidos, pero que la serie, que él sí ha visto, es fiel al espíritu de su texto; lo verdaderamente preocupante de todo el asunto es que la cosa vaya a reducirse meramente a una cuestión de percepciones. Observando en Twitter cómo se desarrollaba el conflicto, uno no podía más que darse cuenta de que todos pecamos de lo mismo si las cosas nos afectan lo suficiente. España es un país de carteles y no ha hecho falta mucho más para que ciertos grupos de indignados hayan pedido el cierre de una plataforma entera por la emisión de una serie de la que sólo conocen el reclamo publicitario. Al final va a ser cierto eso de que el único autoritarismo aceptable es aquel que censura lo que a uno no le gusta.
Como respuesta a semejante atropello, por otro lado, no se han hecho esperar tampoco algunas voces que parecen preferir creer que uno no puede considerar que el cartel patina sin estar pidiendo a cambio cabezas clavadas en estacas. Gajes de la sociedad de los 140 caracteres. "Los que critican a HBO, ¿han leído la novela?", se preguntan, como si aquellos que sí la hemos leído tuviésemos que tragarnos que lo que pretendía Aramburu era equiparar la violencia policial contra miembros de ETA y la que sufrieron, en todos los ámbitos de su vida, aquellos vascos que no quisieron transigir con una ideología autoritaria, excluyente y asesina. Algunos defenderán, con cierta lógica, que la imagen representa únicamente los episodios principales que marcan el conflicto entre las familias protagonistas de la historia. Se olvidan de que un cartel es estático y, por lo tanto, definitivo. La novela, yo sí la he leído, no da pie a interpretaciones que puedan llegar a justificar al terrorista o, al menos, presentarlo en el mismo plano de indefensión en el que se encontraban las verdaderas víctimas. El cartel, tristemente, sí lo hace. Posiblemente, aquellos que prefieren pasar eso por alto consideren fuera de lugar mencionar la situación actual del nacionalismo allí, con el partido heredero de la banda terrorista –que no ha condenado los atentados– siendo la segunda fuerza política. Tal vez también piensen que decir que existe una batalla por el relato en el seno del País Vasco es una barrabasada de exaltados. A ellos les diría, pese a todo, que el principal motivo por el que el tan mencionado cartel ha levantado tanto revuelo es precisamente ese. Y es que, desengañémonos, esto no va exclusivamente de una lucha a garrotazos entre autoritarios de un signo político y del otro. Aquí también hay gente preocupada que lleva observando durante demasiado tiempo cómo el nacionalismo campa a sus anchas por un país que, a falta de banderas, ahora también tiene un cartel por cada patria.