Dado el predominio que la izquierda tiene en el ámbito de la creación audiovisual, resulta sorprendente —y hay que decir que ciertamente reconfortante— que dos de los grandes éxitos televisivos del año, incluso de los últimos años, hayan sido un par de demoledores alegatos contra el totalitarismo y, más concretamente, contra el comunismo.
El primero de ellos ha sido el desenlace final de Juego de Tronos, donde en un giro bastante sorprendente —en realidad no tanto, pero esa es otra discusión— el personaje idealista con el que todo el mundo se había identificado desde el principio, la "feminista empoderada" como la llamó acertadamente Juanma González, resultó ser una tirana genocida en la mejor tradición del leninismo.
Por supuesto, los hay que se niegan a ver la evidencia, pero los detalles cuidadosamente dejados por los guionistas eran inequívocos: la posibilidad de matar a quien sea preciso porque nadie en su sano juicio puede oponerse a la llegada del paraíso; los líderes —la propia Daenerys y John Nieve— que saben lo que le conviene al pueblo mientras que los demás "tendrán que aceptarlo"… No, la enloquecida reina Targaryen no era simplemente una representación genérica del mal o del totalitarismo: era el vivo retrato de la criminal fantasía comunista y los que la sufrían habían dejado de ser los poderosos —"la casta" si me permiten ustedes la expresión— y ya eran los inocentes ciudadanos de Desembarco del Rey, masacrados por el auténtico ataque nuclear que es el paso de un dragón.
Exactamente como ha ocurrido con el comunismo allí donde ha llegado al poder prometiendo acabar con las diferencias sociales y los ricos, para masacrar a las clases populares a la primera oportunidad.
Las miserias nucleares de la URSS
Chernobyl no es, como Juego de Tronos, una serie fantástica basada en el mundo creado en una saga de novelas, sino la recreación —bastante fiel en la forma y extraordinariamente fiel en el fondo, aunque algunos aspectos concretos se hayan ficcionado— de unos hechos reales.
De esa descripción minuciosa sobresalen dos verdades más que contundentes: la primera es que la dictadura comunista por antonomasia era un cúmulo de mentiras, errores, chapuzas e irresponsabilidad, consagrada al Partido Comunista como Dios único que todo lo decidía y lo controlaba, sin otra preocupación que su propio poder.
Y la segunda, tan o más importante, que a pesar de la ineficiencia del sistema, de las mentiras, de las amenazas tan presentes que casi no era preciso ni pronunciarlas, de la corrupción y de la chapuza, había hombres dispuestos al sacrificio, a hacer lo que se tenía que hacer, aún a riesgo de su posición o de sus propias vidas.
Hombres que no eran opositores ni outsiders, sino que estaban perfectamente integrados en el organigrama comunista, que ocupaban posiciones de privilegio y que se habían beneficiado de las miserias del sistema en otros momentos —escalofriante esa conversación en el que el jefe de la KGB le dice a Legasov "usted perjudicó a científicos judíos" y él no tiene otro remedio que asentir—, que eran parte de la maquinaria pero que llegado el momento dan un paso adelante y, ante la gravedad de lo sucedido y los millones de vidas en juego, deciden que ya no pueden mentir más.
Es decir, que la culpa no era del material humano, por así decirlo, sino de un sistema intrínsecamente corrupto y que corrompía —y corrompe allí donde aún esta vigente— todo lo que tocaba.
Y la izquierda que no se entera
El placer ideológico intelectual que les comentaba al principio se ha duplicado al contemplar a una izquierda que, al verse inesperadamente criticada en su terreno más propicio, ni se ha enterado de por dónde le venían las tortas.
En primer lugar con el arrebato de locura totalitaria de la camarada Targaryen, que ha causado amargas quejas, llanto y crujir de dientes a este lado del Mar Angosto e incluso ha provocado una petición de firmas para grabar otro final que ya ha recabado el apoyo de más de millón y medio de seguidores, decepcionados con que la lideresa feminista y empoderada fuese en realidad una genocida más.
En una serie, bueno es recordarlo, de la que la izquierda había hecho bandera, que Pablo Iglesias regalaba a sus rivales políticos, una serie que había dado lugar a eslóganes feministas que la izquierda lucía con orgullo —¡el propio Pablo lo hizo!— como en las exitosas camisetas de "no soy una princesa, soy una Khaleesi".
Pero el colmo del ridículo lo ha protagonizado, sin embargo, Íñigo Errejón que publicaba hace unos días un tuit cantando las excelencias de Chernobyl de la que decía que era "una maravilla" y que es "una crítica inapelable al autoritarismo, no solo por moral: es ineficaz".
Qué maravilla Chernóbil. Hacía mucho que una serie no me gustaba tanto. La trama es fascinante, la contextualización muy convincente (aunque hablen en inglés..)y los personajes tienen vida propia. Es, además, una crítica inapelable al autoritarismo, no solo por moral: es ineficaz
— Íñigo Errejón (@ierrejon) 4 de junio de 2019
Íñigo, hombre, que tienes razón, que la crítica al autoritarismo es brutal, pero que no es a cualquier autoritarismo, es al de la Unión de Repúblicas SOCIALISTAS Soviéticas, repito: SOCIALISTAS. Dilo conmigo, Íñigo: so cia lis tas. Y ya puestos, dime: ¿No te das cuenta de que la versión actual de eso que critica Chernobyl es el sistema político que tú has ayudado a implantar en Venezuela y del que, encima, has cobrado?
Pues no y tampoco debería sorprendernos: Errejón, como tantos de sus correligionarios en la izquierda, es insensible a la radiación de la verdad, por muy intensa que sea su fuerza y por muy cerca que esté del núcleo irradiador, y nunca mejor dicho.