A lo largo de esta semana y tras el excelente capítulo "The Bells", más de un millón de fans firmaron un manifiesto para rehacer la octava temporada de Juego de Tronos. La serie creada por David Benioff y D.B. Weiss y basada en las novelas de George R.R. Martin, de las que "solo" hay publicadas cinco entregas, materializó un contundente giro argumental que convirtió en villana y oponente a quien hasta ahora era una de las (aparentes) heroínas de la función, Daenerys Targarien. Unos no se esperaban el cambio y se sintieron heridos (quizá se perdieron la media docena de ocasiones en las que ella dijo lo que iba a hacer); otros han manifestado su pasmo al haber sido construido el personaje en base a estereotipos de moderna política populista y feminista; a otros (los más razonables) quizá el ritmo trepidante adoptado por la serie en los dos últimos años les dejó con ganas de algo más de recorrido psicológico. Da igual, en todo caso, pues el arco estaba completo y las piezas dispuestas para el desenlace. Daenerys, el gran caballo de Troya narrativo del drama fantástico de HBO.
Pues bien, el sexto episodio, del cual ni siquiera sabíamos el título, no va a ser diferente. De hecho, va a ser peor. Así lo dijo en redes sociales Stephen King, un narrador probablemente más experto que ese millón de firmantes: quizá lo que la gente quiere "es que no haya ningún final". Pero éste tenía que llegar antes o después, ¿no?
El último episodio comienza en el terrorífico silencio posterior a la masacre de Desembarco del Rey, con Tyrion, Jon y Arya intentando llegar hasta la nueva reina Daenerys. Se impone la necesidad de un último regidicio, y la cuestión es quién y cómo... y si lo conseguirá. Se trata de las últimas secuencias donde Juego de Tronos deposita todo su peso en el dilema moral, especialmente de Jon Snow, antes del desenlace. Todo desprende tragedia y un sentimiento ominoso.
Comienza una primera mitad donde Benioff y Weiss empiezan a modular hacia abajo el volumen de esta temporada eminentemente bélica, y lo hacen con algunas de las estampas más románticas y decadentes de toda la serie, y por qué no, del audiovisual de este año. En este último episodio hay secuencias de diálogo, pero todo se cuenta con imágenes: la primera aparición de ella, la Reina, alas de dragón y nunca más vestida de blanco, rodeada de una iconografía poco halagüeña; Tyrion descubriendo los cuerpos de sus hermanos bajo los ladrillos... o ese dragón que surge de la nieve y que franquea la entrada al Salón del Trono antes del momento trascendental. Éste sucede (Juego de Tronos ya no se anda con medias tintas, en realidad nunca lo hizo), pero lo hace en un registro triste, íntimo y melancólico, silencioso, plasmado con un pictoricismo romántico que vale lo que toda una escena de acción. La batalla extenuante ya pasó y ni siquiera hay lugar para el melodrama, solo para las consecuencias. Esa secuencia, que culmina con la destrucción del Trono, es excelente (aunque permita bromas una vez conocida la identidad del Rey).
Tras un fundido a negro desde otra imagen fascinante, la de un dragón alejándose con una preciada carga, se inicia un largo epílogo eminentemente conciliador y optimista. La ira de los fans se oye desde aquí, en tanto Benioff, Weiss e (imaginamos) Martin tratan de huir del rudo nihilismo que ha caracterizado una serie preñada de sorpresas: "El amor es más poderoso que la razón"; "El amor es la muerte del deber", intercambian Jon y Tyrion casi al final de todo, cifrando en palabras el sustento de toda la ficción, por encima de golpes de efecto memorables. No faltará quien tilde de moralina conservadora el quid de una serie que ha movilizado tantos sentimientos y que en sus últimas temporadas ha precipitado quizá en demasía sus acontecimientos. Pero al final, y como en la seminal El Señor de los Anillos de Tolkien, no uno sino dos personajes emprenden un viaje hacia lo desconocido, marcados por lo que han visto y conocido. Cada uno de ellos o los dos (aunque sobre todo ella) podría ser objeto de su propio spin-off.
Tras renunciar a la grandilocuencia, Juego de Tronos juega entonces la baza de la Historia. Nada une más, dice Tyrion, que una buena historia, por encima de banderas, dinero u otro tipo de necesidad más o menos cubierta. Más tarde, una escena con Brienne de Tarth y un libro nos demuestra la eficacia de ese poder (el de escribir la Historia, y de paso, el de la primacía del autor al margen del fan service, de la idolatría a un producto que al fin y al cabo no les pertenece). Un guiño a la audiencia en los últimos minutos de la serie más importante de los últimos tiempos, en los que sus responsables apostaron por lo previsible y lo sentimental.
Quizá decepcionó, era imposible que no lo hiciera. Ni que decir tiene que Benioff y Weiss se la jugaron tratando de ser honestos en su narración de un largo periodo de crisis, un invierno antes de la próxima primavera. Hubo quien quería más hielo y fuego (yo mismo, por qué no) y así lo va a manifestar. Pero quienes buscasen más sustento que una buena historia, quizá imperfecta pero siempre digna, van a tener que buscar otro evento que justifique su sed. Que le den a los fans, yo prefiero eso: una historia.