Colabora
Elías Cohen

El Hombre en el Castillo: lo que pudo haber sido

Nunca deberíamos desestimar el valor educativo de las distopías. Muchas de ellas nos recuerdan, por si se nos olvida –y se nos suele olvidar muy a menudo–, lo cerca que podemos estar del desastre.

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Nunca deberíamos desestimar el valor educativo de las distopías. Muchas de ellas nos recuerdan, por si se nos olvida –y se nos suele olvidar muy a menudo–, lo cerca que podemos estar del desastre.

Patria, de Robert Harris, visualizó una Europa conquistada por Hitler y un Kennedy aliado del nazismo en la Casa Blanca. La conjura contra América, de Philip Roth, imaginó qué habría pasado si el movimiento pronazi America First, promovido por el aviador Charles Lindbergh, hubiera ganado unas elecciones a Roosevelt. The Man in the High Castle, del eterno Philip K. Dick, concibe unos EEUU conquistados por Alemania y Japón en la Segunda Guerra Mundial. Es la menos trepidante de todas ellas, es cierto, pero también la más famosa y la que ha inspirado la serie de Amazon que ha estrenado estos días su tercera temporada.

En todos los libros mencionados, los autores fueron ágiles y, en algunos tramos, alcanzaron la genialidad a la hora de concebir un mundo distópico en el que nuestra peor pesadilla se ha hecho realidad: el Eje ganó la guerra. Y Amazon Prime nos ha traído ese mundo al salón de nuestras casas adaptando este clásico. Es una serie soberbia y muy recomendable, sobre todo por su gran impacto visual.

The Man in the High Castle nos muestra, pues, un EEUU partido en dos y ocupado por nazis y japoneses; vemos nuestra New York, uno de los iconos de los liberales occidentales, mancillada con esvásticas y repleta de uniformes pardos. Una América regida por leyes marciales y raciales y articulada en torno a un adoctrinamiento escolar y familiar diario. En Europa, la serie mantiene su gran adaptación. Berlín es una ciudad-monumento colosal, construida según el diseño de Albert Speer para gloria suprema de Hitler y de su victoria. Todos los jerarcas, Hitler, Himmler, Heydrich, están vivos y dirigiendo los designios del mundo. Japón es un imperio que ha hecho de San Francisco un nuevo Tokio y la policía secreta nipona extiende sus tentáculos por toda la Costa Oeste.

Todo parece plausible y real, porque la serie está muy bien realizada. Y, por ello, es espeluznante. Verla satisface nuestro morbo inconfesable e imperecedero de saber qué habría pasado si se hubieran tomado otras decisiones o si los resultados hubieran sido distintos.

La serie, que es más extensa y mejor que el libro, del cual sólo coge lo que le interesa, se toma muchas licencias y nos teletransporta a un mundo en el que la eutanasia para discapacitados es una prescripción médica obligatoria y en el que millones de americanos han aceptado y se han integrado en el totalitarismo nazi. Por supuesto, es ciencia ficción y explota el sempiterno tema de los universos alternativos. En esta temporada, la existencia de universos paralelos está más presente y nos deparará giros sorprendentes. Pero no podemos negarle a Dick que así lo dejó escrito en 1962: que en el Hombre en el Castillo había otro plano de existencia en donde los buenos habían ganado.

The Man in the High Castle muestra perfectamente lo que pudo haber sido. Nos paramos a pensar muy poco, porque es lo más sano y natural, sobre el sacrificio que hicieron millones de personas para evitar que los nazis se hicieran con el mundo. En las playas de Normandía sigue secándose la sangre de miles de jóvenes que lucharon, Umbral dixit, en una de las batallas con más nombres de la Historia.

Ahora tendemos a pensar que el mundo se descompone por las constantes incertidumbres y por el auge de los populismos de todos los extremos, pero son conflictos menores comparados a las de una guerra de dimensiones mundiales contra los totalitarismos. Y gracias a la serie The Man in the High Castle reflexionamos sobre las consecuencias de haberla perdido.

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