A dos metros bajo tierra ya es quinceañera. En Estados Unidos porque aquí se estrenó dos años más tarde (el 3 de junio de 2001 frente al 6 de mayo de 2003). En España debutó en La 2 dentro de un contenedor llamado ‘En serie’. Primero ponían La chicas Gilmore y luego A dos metros bajo tierra. Me gustó desde el principio porque va sobre vida, como cualquier otra, y porque acerca la muerte como ninguna otra.
Es curioso que este aniversario haya coincidido con la publicación en España de Hasta las cenizas. Lecciones que aprendí en el crematorio (Plataforma Testimonio), de Caitlin Doughty, las memorias de una licenciada en Historia medieval con afición por lo macabro que trabajó en una funeraria de San Francisco (Westwind Cremation & Burial). No sólo cuenta su vida como incineradora o maquilladora de muertos, también hace un repaso por el tratamiento de la muerte a través de la historia. No es Philippe Ariès en su extraordinaria Historia de la muerte en Occidente, al que cita varias veces. Tampoco es Jessica Mitford con su Muerte a la americana. Esta había escrito ya Nobles y rebeldes (1960) cuando se dedicó al muckraking, a dar por saco. "Tal vez no podamos cambiar el mundo, pero al menos avergonzaremos a los granujas". Y se centró en los granujas de las funerarias. De eso va Muerte a la americana. El negocio de la pompa fúnebre en Estados Unidos (1963). Su marido, Bob Treuhaft, era abogado laboralista y representaba a los sindicatos. Estaba harto de que las indemnizaciones por muerte se fueran íntegras a las funerarias así que montó una sociedad sin ánimo de lucro para proporcionar funerales baratos. De ahí salió el libro. Jessica Mitford leía con avidez las revistas del sector que recibía su marido. Incluso se compró unos adaptapiés Oxford, que eran unos zapatos que se ponían al cadáver cuando llegaba el rigor mortis.
Mitford murió antes de que Alan Ball creara A dos metros bajo tierra. No fue la primera a la hora de aplicar el humor negro al negocio funerario porque Evelyn Waugh, el amigo de la familia, ya había escrito Los seres queridos, una sátira del mundo del cine y de la industria funeraria en Estados Unidos, pero es de las pioneras. Partiendo de una documentación elaboradísima, Decca tira del humor. El libro donde lo macabro y lo jocoso se fundían fue un éxito.
La obra de Caitlin Doughty es mucho más modesta. Pero muy divertida en lo escabroso, en lo personal. Aunque como ella advierte al principio, "Si os horroriza la idea de leer descripciones realistas de muerte y de cadáveres, os habéis equivocado de libro". No es que el cremulador (aparato que pulveriza los huesos que quedan en la incineración) me parezca divertido, pero Doughty tiene gracia a la hora de narrar. Si no sería difícil contar lo de los bebés: "Cuando acabé de incinerar a mi bebé Gerber, lo único que quedó de ella –como de cualquier otro bebé– era un montoncito de ceniza y unos trocitos de huesos. Los huesos de un bebé son demasiado pequeños para triturarlos en el cremulador de los adultos. Pero ni la tradición cultural ni las leyes nos permitían entregar a los padres un saquito de huesos. De modo que, cuando los huesos de un bebé se enfriaban, teníamos que procesarlos manualmente con una especie de mano de mortero diminuta". Recuerda que un año después de escribir su tesis sobre las brujas medievales, acusadas de asar a los niños no nacidos y de pulverizar sus huesos, ella se encontraba haciendo lo mismo.
Por cierto, Jessica Mitford fue incinerada en Westwind Cremation & Burial.