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Del 'dabadá' a los conciertos: terapia con Antón García Abril

El fallecido compositor aragonés lo sabía: no hay mejor refugio que la música, y para tal propósito nos legó cientos de melodías.

Antón García Abril, en una imagen distribuida por SGAE. | SGAE

¿Ironía o metáfora? Antón García Abril ha muerto y la web de su fundación está caída. El maestro turolense, que nos ha dejado a los 87 años, no perdía ocasión en mostrar su desencanto ante este mundo hiperdigitalizado, fenético y efímero. Desprendiendo ternura y nunca gimoteo, reconocía opinar que el cine se había olvidado de él, que ya solo se valoraba la música comercial, lo efectista. El eterno lamento de los maestros de otra época. Asumió, con la misma elegancia y discreción con la que se ha marchado, que podía sentirse realizado sin el clamor de las masas.

Como también asumiría con sentido práctico, que sus obituarios se lanzasen a la cifra redonda -sus 200 bandas sonoras- y al recuerdo fácil -la sintonía de El hombre y la tierra-. Autor de óperas, cantatas, obras de cámara, suites y conciertos, no parecía mostrar el pesar o el pudor de otros cuando se le preguntaba una y otra vez por las melodías de cabecera, por la partitura de las grandes series, por su obra más cercana al "cine de barrio". El reputado filólogo Lázaro Carreter firmó con seudónimo el guion de La ciudad no es para mí, un colosal éxito de los 60. García Abril, que le puso música, se mostraba feliz por ese logro, tanto como por el buen recibimiento de Divinas palabras, el encargo lírico con el que se reinauguró el Teatro Real en 1997.

Esas dos décadas de fulgor en el cine y la televisión trajeron alegrías y tarareos a su vida y a la de los españoles. Desde ese mítico "dabadaba" de Sor Citröen, con ecos de lo que hacía Henry Mancini en Estados Unidos, al desgarrador saxo tenor de La Colmena, pasando por geniales rarezas como el spaguetti western Adiós, Texas o Monseñor Quijote, donde recogía el espíritu cervantino con una accesibilidad y pureza que pocos han logrado.

Fue en la televisión donde más brilló, quizá el que más lo haya conseguido en nuestro país. De la aventura cañí de Curro Jiménez al madrileñismo puro de organillo y melodrama contenido de Fortunata y Jacinta. Más fiel que nunca a sí mismo, con piano protagonista y cuerdas de acompañantes, en Anillos de oro, Segunda enseñanza o Ramón y Cajal. Y sí, la irresistible El hombre y la tierra, pura emoción tribal, programa y sintonía emblemáticos para la que además compuso decenas y decenas de pequeñas piezas, que hoy escuchadas -afortunadamente- rescatadas en cuádruple recopilatorio- casi parecen dibujar toda esa fauna ibérica solo con notas.

Composiciones de gran belleza de un hombre que siempre puso la melodía por encima de todo, lo que facilita el acercamiento y disfrute de cualquiera de sus obras. Con una formación clásica que arrancaba en la asistencia a una pequeña escuela de música de un Teruel devastado por la guerra y un amor por la docencia que comenzó con los cuadernos didácticos que elaboró para su nieta y que culminó con su cátedra de Composición y Formas Musicales. Sintió pasión por la canción, a la que definía como una auténtica terapia, un "depurativo, una sinfonía condensada" y musicó a infinidad de poetas, de Lorca a José Hierro, pasando por su amigo Rafael Alberti, con el que compartía esa sempiterna melena cana.

Receptor en sus últimos años de infinidad de premios y reconocimientos, de la Medalla de Oro de la Academia de Cine al Premio Nacional de Música, no consiguió, o no le dieron oportunidad, de volver a conquistar al gran público. Él siguió con sus quintetos y nocturnos, incansablemente. Nos deja un sinfín de títulos terapéuticos. Los necesitamos más que nunca.

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