Conocí a Luis Eduardo Aute en 1967. Como cantante era entonces un perfecto desconocido y sólo en los ambientes musicales madrileños se tenía constancia de su participación en los grupos pioneros del pop español de los inicios a partir de finales de los años 50. El jefe del departamento de prensa y relaciones públicas de RCA, Alberto Moreno, me encargó que le hiciera al neófito intérprete la primera entrevista, que él utilizaría como promoción del disco con el que debutaba. Ese trabajo apareció en las páginas de la revista "Semana". Me trasladé al domicilio del cantante, quien lo habitaba junto a su madre, viuda, al final de la madrileña calle del Marqués de Urquijo, semiesquina al paseo de Rosales. Una vivienda algo fantasmal, amplia, con muebles cubiertos con sábanas blancas.
Me recibió Luis Eduardo, cortés, pero sin sonreir apenas durante la conversación que sostuvimos, con su aire introvertido que mantendría siempre, salvo cuando en reducidos grupos de amigos conseguía explayarse, mostrando su humor flemático como el de los ingleses. Lo fotografíamos en poses extrañas, que él aceptó cual modelo de una sesión surrealista, en tiempos del llamado movimiento artístico op-art. Como quiera que ví colgado un traje de barrendero en una percha del salón, extrañado, supe por boca de mi anfitrión de quién procedía la prenda, no del Rastro como pensaba yo: "Se lo compré por veinte duros a un barrendero de mi barrio. Me había interesado sólo por su gorra, pero me dio también la chaqueta y los pantalones. Por el mismo precio". Y de esa guisa, mi entonces compañero gráfico, Julio Larrú, extraordinario reportero, lo captó con sus cámaras. Y así rescaté también dichas imágenes para el segundo de mis libros, Canciones de nuestra vida (Alianza Editorial).
Me dijo que no usaba jamás corbata (lo que entonces chocaba con las costumbres de la mayoría de los jóvenes), añadiéndome: "Una vez tuve que alquilar un esmóquin porque iba a ser caballero debutante en la Ópera de París. Conocí entonces a Marcel Achard y a la Begum". Un comediógrafo francés muy reconocido, y una dama del Ghota europeo, casada con el Aga Khan.
Sobre el disco que había grabado, Luis Eduardo me dijo que temblaba pensando el día que tendría que subirse a un escenario, muerto de miedo, inseguro con su voz. Pero lo había contratado la multinacional antes citada más que nada para asegurarse su otra faceta de compositor: ya había conseguido con dos canciones suyas, "Rosas en el mar" y "Aleluya número 1", interpretadas por Massiel, auparse en las listas de éxitos.
Me contó que había nacido en Manila el 13 de septiembre de 1943, hijo de padre español y madre filipina (el mismo caso, curiosamente, de Antonio Morales (Junior), que, aun inscrito en la Embajada española recibió una educación americana. Estaba su familia emparentada con la conocida novelista Concha Espina y su hijo, el gran periodista Víctor de la Serna. Pintaba desde los ocho años, participando en la importante Bienal de Sao Paulo tiempo después. En su faceta de pintor utilizaba sólo la firma de su primer apellido, o sea Aute. El segundo era Gutiérrez. Y en el futuro se sirvió de las iniciales L.E. Aute para su carrera musical. A los once años pisó por vez primera suelo español. Con su familia, quedaron instalados un tiempo en Barcelona. Pero tras una breve temporada ya se asentarían definitivamente en Madrid que es donde, a partir de 1960 le dio por cantar y tocar la guitarra, con un grupo llamado Los Tigres, del que saltó a otro ya más importante, Los Sonor, que figura en la historia de la entonces denominada música ligera, como de los más prometedores. Fue un vivero de futuros buenos instrumentistas y vocalistas. "Yo cantaba más que nada para conquistar a chicas guapas".
Dio un salto en 1963, con la constante curiosidad cultural que nunca le abandonaría, al mundo del cine, estudiando lo preciso hasta que nada menos que el afamado realizador Joseph L. Manckiewicz lo contrara como uno de sus ayudantes de dirección en la película Cleopatra. Para Luis Eduardo era una ocasión fabulosa, teniendo frente a él en muchas jornadas a Elizabeth Taylor. Pero, más que el cine le interesaba otra cosa: aprender a pintar. Y París era el sitio ideal. Con lo cobrado por su trabajo en Cleopatra pudo vivir unos meses, con cierta holgura, en la capital francesa. Hizo retratos "a damas con collares", según su propia expresión, que le pagaban espléndidamente; más que sus propias pinturas, a menudo en tonos grises. Y en la "mili", cumplida en 1966, me refirió que disfrutó de frecuentes permisos, sirviéndose de su facilidad para retratar a sus jefes y oficiales, regalándoles por supuesto esos trabajos.
Luis Eduardo Aute bebió musicalmente en las fuentes de Jacques Brel, George Brassens, Leo Ferré y otros para su faceta de compositor. Y fundamentalmente, dado que su primera lengua había sido la inglesa, pudo captar la a veces algo complicada escritura de Bob Dylan, para captar sus mensajes; una filosofía que en aquella década de los 60 iba a revolucionar la música de los jóvenes de todo el mundo. No pensaba cantar sus primeras composiciones. Conoció a Massiel gracias a la amistad que tenía con ella su mujer, Marichu. Y así es como salieron al mercado las ya citadas "Rosas en el mar" y "Aleluya" número 1", pero obligado por RCA a grabarlas él también, no sin negarse tozudamente a ello. Y ya puestos, hubo de registrar otras más: "Don Ramón", "Rojo sobre negro" y "Made in Spain". Causaron impacto en la crítica aquel 1967, cuando ya dijimos yo le hice la primera entrevista de su nueva etapa. Como quiera que también empezó a aparecer en Televisión Española, en los tiempos del blanco y negro, me contaba que lo reconocían por la calle y se ponía colorado: "Si me piden un autógrafo me parece que me desnudan". Por cierto, en las listas norteamericanas apareció en el número séptimo la versión en inglés de "Aleluya número 1" en la voz de Ed Ames. Un éxito.
Se casó con María del Carmen Rosado (Marichu) el 21 de marzo de 1968, en los inicios de la escalada de Luis Eduardo Aute como cantautor. Nunca quiso ser protagonista de ninguna de las revistas del corazón. Y tampoco éstas insistieron en ello. Su primogénito, Pablo Antonio, nació en 1970 y atravesó una delicada enfermedad de la que ningún medio de comunicación hizo mención. Después, el matrimonio alumbró otros dos hijos, Laura, que vino al mundo en 1981 y Miguel, en 1987.
Aute compuso en sus primeros años canciones para Mari Trini ("El alma no venderé") y Patxi Andión. Un detalle curioso porque tanto la murciana como el madrileño-navarro también creaban sus propios temas. Y cuando ya había grabados algunos discos para la RCA, que no tuvieron gran respuesta del público, firmó con otra casa discográfica a través de un director artístico singular, el novelista jerezano José Manuel Caballero Bonald. Y en esa nueva etapa, en el álbum titulado Rito, figuraban dos de sus canciones más inspiradas: "De alguna manera" y "La cuatro y díez". Aute reflejaba la frustración generacional que él había padecido. Como tantos. En "A las cuatro y diez", Aute aludía a su amor por el cine. Después de Manckienwicz, había sido ayudante de Marcel Ophuls, Louis Malle y Jean Louis Godard.
Para Rosa León creó "Al alba", escrita en los días de los últimos fusilamientos del régimen franquista, 27 de septiembre de 1975. Para burlar la censura, le dio a su letra un toque sentimental y amoroso, pero muchos descubrieron, tal vez mucho más tarde, que era un poema contra la pena de muerte. Vinieron luego letras más negras, abrumado por desgracias familiares que padeció su esposa: "Canciones de amor y muerte". Para romper ese periodo triste accedió a grabar un álbum de temas satíricos y burlescos junto a Forges y Jesús Munárriz: "Forgesound", donde se incluían títulos como "Las cabras locas", "Mariano", "Romance del Blasillo", "Sillón de mis entretelas", "’Ay, Suiza, patria querida"… En "Albanta", Aute hizo su propia versión de "Al alba", popularizada antes como queda dicho por Rosa León.
Vivió en plenos años de éxito un imprevisto, cuando viajó a Cuba. Y es que cayó enfermo de tuberculosis. Periodo en el que alumbró el disco Canciones de amor y vida. Sin ser pesimista, se convirtió en un compositor cada vez más lírico. Y en el álbum De par en par nos regalaba muy hermosas creaciones, como "Queda la música". Y en Alma, las tituladas "No te desnudes todavía" y "Pasaba por aquí". Comenzó a perder el miedo al pisar un escenario. Lo ayudó a ello ser acompañado por la banda Suburbano, imprescindible ya en sus giras multitudinarias. En esa década de los 80 es cuando Luis Eduardo Aute cimenta su carrera. Es el mejor letrista del pop español. Y aunque su música peque de mortecina, reiterativa y tampoco la voz de Aute sea precisamente brillante, en conjunto, por su estilo y contenido, resulta finalmente atractiva, sugerente, nos lleva a la reflexión, al pensamiento de cuanto dice. No habiendo sido un cantante de multitudes que pretendiera divertir, llenó estadios, vendió miles de discos, y respondió a otras exigencias que los cantautores se habían planteado con su aparición, supuso una ruptura con la música folclórica y tradicional. Así, Aute se convierte en una referencia de la nueva cultura pop entre los cantautores surgidos mediada la década de los 60, como él, con su amplio bagaje y repertorio. Una corriente mantenida por él que ha durado hasta su muerte. De su época, manteniendo la misma línea, puede que ya no quede nadie. Tampoco ha dejado imitadores: era único.
Entre las décadas de los 80 y 90 Aute, ya un cantautor de alto prestigio, populariza "Cine, cine", "Dos o tres segundos de ternura", "Una de dos", "Pasaba por aquí", "Slowly"… Quien sufría por timidez e inseguridad al aparecer en el escenario de un teatro, resulta que llenaba estadios y plazas de toros. Ya era un ídolo de masas. Pero eso no hizo cambiar la mentalidad de Aute. El minoritario cantautor de su primera época resulta que ya parecía un rockero por la acogida de sus recitales, más propios de círculos cerrados, donde podían calibrarse, sentirse mejor sus canciones. Ese fue su triunfo: llegar al gran público con unas canciones que no eran de consumo.
Dijeron de él que era un místico, otros que un erótico. Casi siempre crítico respecto a una sociedad que no le gustaba. Dominó en su repertorio la belleza de sus letras. Notándose la cultura de su autor. Que siguió pintando, inaugurando exposiciones, publicando libros de poemas, estrenando cortometrajes de dibujos animados. Cual un hombre del Renacimiento. Pero, aunque él quizás siempre se consideró pintor antes que nada, la gente siempre lo ha identificado popularmente como cantante. No se puede comprender la canción testimonial española de los últimos cincuenta años sin haber escuchado a Luis Eduardo Aute.
A finales de 2016 sufrió un infarto de miocardio cuando estaba de gira por el sur de España para celebrar sus bodas de oro como cantautor. Permaneció un par de meses en coma. Ya en Madrid siguió un periodo largo de restablecimiento. En las últimas semanas, aún en silla de ruedas, paseando por los alrededores de su casa del barrio de la Fuente del Berro, ayudado por su hija, daba la sensación de que se encontraba ya muy restablecido.
Ingresado en un hospital madrileño hace pocos días, se nos ha ido, inesperadamente, para siempre en estas fechas amargas que vivimos. En un 4 de abril muy soleado en nuestra capital, pero nublado en los ojos de quienes lloramos la ausencia de este grande de nuestra cultura popular. Precisamente la misma en la que hace cuatro años también murió otro grande del pop, Manolo Tena.