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El extraño episodio que vivió Alberto Cortez en Madrid

El cantautor solía decir: "El mundo de la poesía y las canciones es infinito". En ese mar eterno del más allá es donde acaba de irse.

El cantautor solía decir: "El mundo de la poesía y las canciones es infinito". En ese mar eterno del más allá es donde acaba de irse.
El músico argentino Alberto Cortez durante una actuación de 1962 | Cordon Press

A primeros de los años 60 aterrizó en Madrid un joven argentino llamado Alberto Cortez, que popularizó en sus primera etapa en nuestro país una canción que sonaría a menudo en las emisoras de radio: "Las palmeras".

Al compás de su ritmo parejas enamoradas entrelazaban sus brazos. En esa línea romántica, el cantautor estrenó a lo largo de su vida un abultado repertorio en el que no sólo brilló con melodías sentimentales, entre las que sólo citaré unas pocas: "En un rincón del alma", "Cuando un amigo se va", "Te llegará una rosa", "Distancia"… También hubo otras surgidas de su variada inspiración, la festivalera "Me lo dijo Pérez", por ejemplo. O el muy rítmico "Sucu-sucu", que daba nombre a un baile. Como asimismo puso música a poetas clásicos, el primero en esa linea, antes que Serrat, en servirse de unos versos de Antonio Machado, y quien de otros autores, hizo versiones excelentes como "No soy de aquí", del infortunado Facundo Cabral, y "Gracias a la vida", de la gran Violeta Parra. En fin: una biografía completa de un hombre al que le cuadraba lo de ser "el poeta de la música".

Y sin embargo, a partir de los pasados años 80 recuerdo perfectamente cómo su casa española de discos, a la que llegó gracias a su compatriota Waldo de los Ríos, le dio la espalda, como si fuera un don nadie, en la época que les era más comercial editar grabaciones de chicos guapos y música discotequera. Lo arrinconaron a él y a Mari Trini. Los escuché a ambos quejarse de la falta de sensibilidad de algunos directivos discográficos. No obstante, Alberto Cortez continuó su carrera porque aunque sus actuaciones cara al público ya eran menos cuando se inició el presente nuevo siglo, él continuaba gozando del favor popular en prácticamente toda Hispanoamérica. De eso vivía, y de los beneficios de sus discos, algunos de los cuáles ya tuvo que producírselos él mismo. Prueba de que Alberto Cortez seguía interesando a sus admiradores del otro lado del Atlántico es que esta misma semana tenía contratadas unas actuaciones en Puerto Rico. Pero se le adelantó la Parca y hubo de suspender ese viaje tras ser hospitalizado en la tercera semana del pasado marzo.

Hay un episodio extraño en la vida de Alberto Cortez de sus primeros tiempos en Madrid. Porque mediados los años 60 en las paredes de algunas calles madrileñas se anunciaba otro cantante llamado como él. Este otro Alberto Cortez era peruano, y decía ser "el auténtico". O sea que José Alberto García Gallo, nacido en Rancul, Argentina, en 1940, con el sobrenombre de Alberto Cortez, al decir de aquel, era "el falso". Ignoramos cómo se resolvió el asunto. Parece que el de Perú llevaba más tiempo en activo. Imagino que mediaría algún acuerdo, tal vez de tipo económico, y el que decía ser "el auténtico" se fue de España, continuó su carrera pero aquí, del único que supimos en adelante hasta nuestros días fue el admirado cantante que nos acaba de dejar.

Ritmos de su tierra e inolvidables boleros

Pampero argentino, lo mismo cantó ritmos de su tierra, que inolvidables boleros. Por encima de todo, en él primaba la palabra, el verso, la historia reflejada en letras que él mimaba. Para nada vulgar. Cantaba desde niño, subido al mostrador del bar que regentaba su padre, por donde deambulaban muchos payadores. Ya veinteañero se embarcó con una compañía de variedades, rumbo a Europa. El empresario dejó colgados a toda la troupe y cada cuál hubo de salvar la situación como pudo, sin dinero. Estaban en Bélgica. Alberto Cortez se las compuso para firmar algunos contratos en salas de fiesta y hasta grabó un disco. Y además, se enamoró. De una rubia belga llamada René Govaerts, su compañera definitiva, su amor eterno. Se casaron en 1966. No tuvieron hijos. Pero, tan enamorado estaba de ella, que Alberto le enviaba, cada vez que estaba fuera del hogar, diariamente una rosa. Del mismo modo que ella fue la destinataria, aunque no la nombrara, de una de sus más bonitas creaciones, la ya citada al principio "Te llegará una rosa".

Hombre hogareño al que era difícil verlo en acontecimientos mundanos. Prefería, como hacen tantos argentinos, citarse con sus amigos en su espléndida vivienda de Aravaca, en las afueras de Madrid. Preparaba un churrasco. Encendía la lumbre y a su alrededor iniciaba una interminable tertulia, deleitando a sus invitados con las mejores botellas de vino que conservaba en el sótano de la casa. Paseaba con sus perros. Amaba la naturaleza. Era un hombre sencillo que leía a menudo, sobre todo libros de versos, que le inspiraban. Nunca fue protagonista de escándalo alguno. Sí que alarmó un día a sus seguidores cuando hubo repentinamente que ser operado del corazón. Pero siguió con su vitalidad de siempre con aquellos a los que quería, aunque ya últimamente, como decíamos, se le veía poco, apenas actuaba en nuestro país, no lo reclamaban de la televisión y diríase que aquí pareciera que estaba condenado al silencio. Pero, no. Componía desde antaño al piano siempre y con la guitarra. Aunque, consecuencia de un accidente, ya estuviera privado de pulsar las cuerdas de su instrumento más cercano. Pero su voz, sonaba fuera de nuestras fronteras. ¿Por qué aquí no parecía interesar ya a nadie?

Un maestro, un ser especial, gran y culto artista que solía decir: "El mundo de la poesía y las canciones es infinito". En ese mar eterno del más allá es donde acaba de irse.

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